Hasta hace unos años, encontrar marihuana en la ciudad durante el verano era una tarea casi imposible. Pero con la masificación del consumo y el desarrollo del cultivo propio, eso cambió. Memorias de entrecasa de un pasado careta que se va y un presente en flor que llegó para quedarse.
Por Moisés Elli / Fotografía: Manu De Biasi
Cuando seis amigos se juntan a comer un asado, la carne se cuece en la parrilla y se ha descorchado algo de vino, es como si los fantasmas del recuerdo se congregarán para asistir a un revivir del pasado en sus variaciones con el presente. Con esta idea llegué al barrio de quintas donde Julián está terminando su casa. En el medio de la mesa, sin tapa y lleno hasta la rosca, había un frasco de vidrio con flores de marihuana dispuestas a ser consumidas sin discreción.
Si alguien me hubiese preguntado hace unos años, jamás hubiese pronosticado esta abundancia, y mucho menos de flores naturales y secas, limpias y cuidaditas. Antes era imposible conseguir pucho en verano. Cuando llegaba diciembre y te empezabas a cagar de calor todo se iba a parar a la costa: la gente, el entretenimiento, y el porro.
Ahora el pucho está en todas partes, en todas las estaciones del año, y en flores cultivadas por nosotros mismos o compradas a otro productor. Claro que con esto no quiero decir que se terminó el prensado, pero de a poco vamos fumando lo que hay que fumar: florcitas.
El primer diciembre inesperado y la “comida para el Tyson”
El año cerraba el último de sus meses prodigiosos, el calor establecido, la birrita fría, las bermudas de jeans cortados y las alpargatas. Julián, perseverante y obsesivo, fue el primero de nosotros en seguirle la pista al porro en verano. Investigó, hizo trabajo de campo con todos los humanos que pudo, y descubrió que la marihuana escaseaba porque iba a parar a la costa.
Un 20 de diciembre se encontró en una pequeña estación de servicio en San Clemente del Tuyú. Un viejo decrépito lo atendió y le convidó amablemente de un remís pirata para llegar a lo del “Tano” Gutiérrez. Las explicaciones fueron simples y cortas: “decile que te mandé yo, pibe, y pedile la comida para el Tyson”. “El Tano era un tipo común”, recuerda Julián, “de esos que encontras a puñados por todas partes”.
Acá pegabas un 25 por ciento 50 pesos y allá lo tuvo que garpar 600. Pero el Tano Gutiérrez era un crack, la sonrisa pintada en la jeta. “Me quedé cuatro horas charlando con el loco jeta. “Me quedé cuatro horas charlando con el loco ese: me contó alto rollo con la guerra de Malvinas y un hermano que desapareció. Cuando volví al barrio, me podría haber hecho rico. Pero no, me lo fumé todo”.
El viaje en moto a Sabaleta
Un verano, me acuerdo, Antonio había conocido una mina, María, bastante volada. No paraban de coger. Yo lo veía de vez en cuando, estaba flaco, hecho hilachas. Resulta que esta piba tenía un filo y el padre tenía alta moto en el garaje. Una semana los viejos se van de vacaciones y le pinta ir a Sabaleta a buscar porro, en la moto. Antonio se prende, la onda de la minita pero le dice que va él, porque es peligroso. Entonces la loca se encasca y le pone los puntos: “o voy yo también, o no hay moto ni noviazgo”. Ellos se habían conocido fumando en el patio de un bar, pero estaban hasta el cuello, la pateaban para todos lados juntos.
Veintitrés de diciembre a las once de la noche llegan a Sabaleta con una luca en el bolsillo, una luca de hace como siete años, era una moneda. En la plaza Herminio Masantonio pegan buena onda con un pendejo que se llamaba Andrés, con la cara cuarteada de tanto tomar. Hicieron la secuencia,
y siempre me acuerdo de Antonio contándome que se colgaron como dos horas a fumar y charlar, y el pendejo le decía que Charly era un careta, y Spinetta era lo más grande desde cantata. “Después de toda esa movida, fue acelerar a fondo hasta la 9 de julio, llegar a casa y pasar dos meses sin dejar de quemar”, cerraba siempre la anécdota.
El hippie, Esther y el CPA
Entre todas las historias, hay una mía también, en la costa, con el negro Adrián. Me acuerdo que llegamos como un 15 de Enero, la camisa pegada al cuerpo parecía otra capa de piel; 45 grados a las 11 de la mañana era una exageración. Cuando decidimos hacer el viaje, nos quedaban dos porros, así que nos fumamos uno y planeamos guardar el otro para cuando llegásemos. Ni bien bajo del bondí, le digo “pela el faso, negro” y el negrito me mira, con esa cara de perro bueno al que no te animas a retar, mete la mano en el bolsillo y mientras saca la tuca más diminuta que haya visto jamás, me dice “perdoname, no me pude aguantar tanto tu plan”. Negro cabeza loca. Me acuerdo que prendí esa tuca y me quemé hasta la uña de las ganas de fumar.
Perseguimos como cuatro horas a un grupito de hippies que no paraban de dar mecha, y a nosotros, con el corazón palpitante, nos calaba la nariz el humo de sus migajas. Adrián siempre fue un timidón, nunca te hace aguante en algo que fuese de pedir. Yo no soy un tímido convencional, pero tampoco un bocón, así que siempre me resultó cómoda una segunda para activar. Después de cuatro horas de caminar, por obra del cansancio, la manija y el calor, sumado a los ojos de vaca esperando el martillazo que se le ponían al negrito cuando no había para despegar, me decidí y encaré al que me parecía el más pillo de los hippies. Me presenté y lo saqué aparte para charlar. El loco era bastante amable y me tiró un par de direcciones y un número de teléfono. El negro no lo podía creer. “puta madre, por fin algo bajo este sol escandaloso”, dijo mirando el cielo.
La línea 115 nos dejó ahí nomás, tres cuadras, pero el lugar al que nos mandó el hippie resultó ser un centro de rehabilitación encubierto. La mina que hacía la movida se llamaba Esther y la tenía bastante clara con esto de hacerse pasar por tranza. Como al negro no le salía ni una crítica y lo único que hacía era tirarme caras raras, nos tuvimos que fumar el sermón. “Ya te voy a cruzar hippon hijo de puta”, pensaba yo, mientras Esther repetía incansablemente que nos estábamos quemando la cabeza.
Lo que abunda no daña
Por eso los veranos de ahora contrastan con los del pasado, los chaloncitos nuevos no se dan cuenta pero es así. Ahora salís del laburo recontra cagado de calor y ya de toque te comes el barandazo de la esquina, te sacas la chomba rasposa y rústica, te quedan 20 metros para entrar a tu casa, pero no, te patinás los billetes en una fresca en un kiosco o un almacén cualquiera.
Todo está ahí, dispuesto. ¿Lo que abunda no daña? Lo más gracioso de la situación, es que aparte de la fresca y la reflexión, cuando cruzaste la puerta, tenés a los pibes cocinando torta de chocolate y flores de porro, y además fumando, y además cogollos arriba de la mesa y además los frascos y frascos y frascos. Mejor aún, es febrero, pasando la mitad del mes, y en tu casa se cuece el bizcochuelo con cuarzo verde. A veces parece una manera de soñar un algo, y otras veces una forma de imaginar un cómo. El calor del vapor tiene olor, y la casa está perfumada. “Mañana podemos hacer unas carnes”, el negrito con la idea gourmet. Antes, hace años, el verano era un grano en el culo.