El fabricante de fantasmas
Por Lucas Carrizo
Cada uno exige una mentira diferente
que es verdad en el momento que se pronuncia.
No hace mucho, asistí a un pretendido seminario sobre literatura argentina. “El escritor Argentino” era el lema de los encuentros; el título no me convencía de nada, aunque me daba certezas sobre la poca imaginación de sus mentores para intitular una serie de citas.
Desde las páginas de una revista dominical, pasando por la confección de algún peripatético ciclo televisivo, hasta el auditorio universitario, esta búsqueda estrafalaria para escudriñar un ápice, una pista, un destello que permita ver la verdadera naturaleza de alguna expresión de un país me parece extravagante. ¿Somos, los argentinos, el resumen austero del dulce de leche? ¿Somos el melancólico semblante de esa sonrisa atribulada de Gardel? ¿Somos las piernas de Maradona dilapidando rivales? ¿Somos la voz paternal del General? ¿La férrea imagen de San Martín? A fin de cuentas, a quién le importa…
Los escritores citados en los encuentros no llamaron mi atención, aunque si una ausencia. El primer orador, tomó la ineludible figura de Sarmiento; a qué negar la destreza literaria de Don Faustino Valentín, incluso a pesar de sus impugnables doctrinas. El segundo, Hernández; era obvio, como contrapartida, la imagen del autor de Fierro era el contrapeso necesario a la figura Sarmientina. Una mujer de voz arrogante, que apareció en tercer lugar, quiso convencer a todo el auditorio, puntero láser en mano, de la jerarquía ineludible de Lugones; más tarde se dieron cita palabras alusivas a Borges, Alfonsina, Cortázar y a un tímido Armando Discépolo.
Las treinta y cinco horas restantes, esperé vanamente la presencia de Roberto Arlt en el auditorio. Pero Roberto Godofredo no vino. Nadie lo invitó a esa cumbre. Ninguno tuvo a bien considerarlo en ese Olimpo. Quizás, los disertantes tomaron a rajatabla aquella sentencia de Piglia según la cual, el autor de Los siete locos, fue un “cronista del mundo”. Por consiguiente, de ahorita en más, cuando algún cónclave de intelectuales realice una serie de encuentros para hallar “Al cronista más representativo de Argentina”, seguramente hablarán de Arlt; sólo me queda esperar que dichos encuentros se realicen.
Ahora bien. Cuando me convidaron a hilvanar estas precarias líneas, se me dio por pensar en esos encuentros y el lugar periférico que muchas veces ocupa en las artes nacionales el autor que hoy me convoca. Pensé, incluso, que Arlt vence asaltando el lugar que le hubiese gustado: sus biógrafos aseguran que tenía cierta predilección por las orillas. Y entonces me propuse ir incluso un poco más allá, radicalizar la visión que de él se tiene; ni Los Lanzallamas, ni El Juguete rabioso (indudablemente, La vida puerca era un título más atinado pese a la tiranía de las editores), ni Los siete Locos, ni sus Aguafuertes, no… pensé en moverme en ese espacio arrabalero que ocupan sus obras de teatro.
A decir de Mirta Arlt, Roberto no iba al teatro; nunca fue habitué de un género al que solía mentar con gestos despectivos dada su ambición comercial (“Crea en el público, un reflejo vulgar con adobo sensiblero”, decía). Para Arlt, el teatro era un vehículo para bosquejarle dificultades personales a la humanidad. Ni la vanidad del escritor, ni la posteridad: “Cuando haya resuelto mi problema, mandaré al diablo al teatro […] ¡Qué me importa a mí el teatro! El teatro es un pretexto, o mejor dicho, un medio para llegar a un fin”. Para él, el teatro equivalía a lo que los griegos llamaban Tekné, es decir, un medio para luchar contra la necesidad. Esa fusión misteriosa entre arte, técnica y pasión, fue la quimera perseguida pese a sus limitaciones para la construcción dramática. Él sabía perfectamente, dice Mirta Arlt, que un dramaturgo debe construir estructuras complejas, y que la máxima destreza del oficio sólo se consigue cuando es capaz de animar a la platea con una historia encarnada por caracteres definidos, vívidos, que reaccionan dentro de las circunstancias abrumados por ellas. Por eso, siempre corrió por el lado contrario al costumbrismo y el realismo melodramático.
Sin embargo, hubo un momento en que a Roberto lo movilizó la idea de salir del ostracismo y abandonar la escena independiente. Hacia 1936, a su vuelta de España, se pone en escena El fabricante de fantasmas. La obra, obviamente, no fue un éxito en las ventanillas: cuentan que el público salía espeluznado, y la crítica sentenció que aquella producción de Arlt era sólo un recurso despreciable del autor para escandalizar burgueses. La marquesina duró muy poco, y en un montoncito de días, la obra dejaba los escenarios y nunca más volvía a ser representada.
Tomando el modelo de Pirandello -con el que siempre se han rastreado indicios en su teatro-, él construye una obra dentro de otra obra. Roberto Emilio Godofredo se sintió abatido; sus personajes no habían creado la ilusión esperada. Esta obra, quizás la más dostoievskiana, no había logrado instalarlo en ese lugar privilegiado que secretamente esperaba tener. En ella, se afirma implícitamente la idea de que cierta casta puede prescindir de normas y de moral (alguno más ambicioso, puede entrever quizás la idea nietszcheana del Súperhombre). Como Raskolnikov, el protagonista (Pedro) no acepta el remordimiento y sospecha que el crimen lo ayudará a realizarse en la vida “He matado a mi mujer, y bien… otro hombre se golpearía la cabeza […] Ella era la enemiga de mi futuro, nadie tiene que reprocharme nada”, y para confirmar definitivamente su posición, dictamina: “La vida sería infinitamente más divertida y emocionante si pudiéramos deshacernos de nuestros enemigos”. Tanto en Los siete locos como en Los lanzallamas, encontramos claves según las cuales un crimen puede modificar una vida. Sin embargo, así como Rodhian piensa que asesinar a esa mujer estaba bien porque ella era un ser pernicioso, termina cediendo a las recriminaciones de la conciencia. A Pedro, parece que poco le importa haber engañado a la justicia y conseguir la libertad, algo en él reclama castigo y expiación, y ese algo lo lleva a cometer varios actos (¿fallidos?) que lo condenan; valga el ejemplo del título que pone a su obra: Los jueces ciegos.
Aquellos talentos que tienen la sorprendente competitividad de transformar bellos textos lingüísticos en punzantes textos espectaculares, deberían reparar en el espesor de signos que se desprende de la obra dramática de Roberto Arlt. Tome nota, aspirante a Director teatral: si usted quiere incomodar al público, emplazarle una contrariedad espiritual, quitarle el semblante cansino a algún comedido espectador, puede pensar en alguna historia aparatosa. No sé, peinse quizás en una empleada doméstica que sueña con recibir una extravagante suma de dinero (Trescientos millones); en una Separación feroz; en la obsesiva presencia de la virginidad entre dos personas (Prueba de amor); en esa peligrosa turbación que habita entre la locura y el sentirse una cosa más entre las cosas (Saverio, el cruel); en esa angustia que vocefera “no hay una sola pulgada cúbica de mi cuerpo qure no padezca” (El desierto entra en la ciudad); en la rebelión y el destino del trabajador (La isla desierta); en Los humillados; en la oscura conciencia humana (La fiesta de hierro); o en lo exótico, la superstición y la venganza (África), siempre hay una bella y pavorosa creación Arltiana para poner en acción los resortes de la mente en algún espectador desprevenido.
En su teatro, Arlt exhibe al hombre como un objeto patético y grotesco (quizás el único elemento tomado del sainete), a su vez que también imprevisible y desconcertante; sus personajes son signos de una humanidad apestada. Su hija dice que son tragicómicos porque no son lo suficientemente brutales ni frívolos como para formar parte entre los más aptos seres anonadados que accionan el mecanismo de su ineficaz instinto de conservación dando manotazos a diestra y siniestra. Cada circunstancia abre en sus espíritus un ensueño, un absurdo, que no los libera sino que los esclaviza, buscando un sueño de libertad que desencadena una catástrofe. Sus personajes son meros sueños grotescos que imitan al creador soñando trayectorias hacia reinos de fantasía delirante.
Constante en sus novelas y heredada en su teatro, sus personajes siempre sueñan con un lugar que es otro lugar, un sitio donde puede empezarse de nuevo y “pasarse en limpio”. Aunque antiguo como recurso, esas entidades siempre se hallan en constante movimiento, viajando, trasladándose a otros sitios en procura de evasión. Pero ellos están condicionados por la muerte, por eso sueñan con que deben destruirse, y la muerte necesita de esa evasión para dejar de ser una idea en potencial.
Algunos críticos coinciden en que los personajes de Arlt representan una lucha de clases sociales; otros, menos ambiciosos, malician que el verdadero conflicto es el de HOMBRE – RELIGIOSIDAD. Lo social es el verdugo de una sentencia por el conflicto hombre – Dios. Como Augusto Pérez viajando a Salamanca para ejercitarse en el reproche frente a Don Miguel, como los personajes pirandellianos, los seres de Arlt encarnan la farsa trágica, propia del dramaturgo que transfiere el problema del hombre a los escenarios. Sus personajes (siguiendo con Pirandello), son rechazados por el creador, se mueven turbados con imperdonable libertad. Suicidas, rebeldes, para ellos la vida es una farsa y, como tal, decidieron ignorar la concepción del creador y vivir como si la vida pudiera, en algún recóndito espacio, adquirir algún sentido. Esas figuras dan a la obra un efecto perturbador.
Vale la pena plasmar que esa concepción pesimista del universo, también lo acerca a las ideas existencialistas: siempre el mal perdura sobre el bien porque si, porque el hombre lo necesita, “el hombre naufraga en sí porque desde el comienzo ha sido un náufrago”. (Podemos entrever aquí, una influencia del teatro cruel que supo diseñar Albert Camus; en “Calígula”, su obra más punzante, enérgica, dolorosa, el protagonista pretende explicar los motivos de su turbación a través de aquella memorable veredicto “Los hombres mueren, y no son felices”)
A qué negarlo, el verdadero fabricante de fantasmas es él… Silvio, el Astrólogo, Hussein, Pedro, el hombre que busca empleo y tantos otros, son los espectros que se mueven bajo formas atenuadas en sus obras, que le recriminan a gritos el haberlos creado; Arlt es el fabricante de fantasmas, de esos seres que descompone psíquicamente arrastrándolos a la locura y al suicidio.
Sospecho que Roberto Emilio Godofredo Arlt nunca terminó por resolver sus problemas personales, por eso insistió hasta sus últimos años con el teatro; no pudo darse el lujo de mandarlo al diablo.
Quizás, habría que enviar un e-mail para que retomen aquella búsqueda del “Escritor argentino”; o tal vez no valga la pena: Facundo, Fierro, la Maga, Stéfano, Funes, son plausibles de análisis artístico. Silvio, el Astrólogo, Hussein, Pedro, el hombre que busca empleo, están ahí, (¿Yo también?) doblando la esquina todo el tiempo, adelante nuestro en el tren, en la ventanilla, en el cotidiano caminar de nuestras vidas, son seres espectrales atenuados bajo formas reales; parafraseando a Galeano, están allí, en el exacto centro de este mundo.