por  Patricio Grande / Fotografía: Fabricio Lombardo

Bolivia-1En la década de 1990 muchos países de América Latina, entre ellos Bolivia, realizaron enormes transformaciones institucionales que se cristalizaron en reformas constitucionales, un fenómeno difundido bajo el rótulo de “constitucionalismo multicultural” o “multiculturalismo formal”. Si bien este fenómeno fue variando en cada uno de los Estados, las nuevas constituciones incorporaron el reconocimiento de los pueblos indígenas a una educación intercultural, el acceso a la tierra y al autogobierno junto con otras reivindicaciones impulsadas por los propios movimientos indígenas y reconocidas por el derecho internacional a través del Convenio Nº 169 de la Organización Internacional del Trabajo en 1989.

Los Estados mostraban así un “nuevo perfil humanista” sustentado en el reconocimiento de un otro no occidental, elemento que formó parte integral de un rediseño estructural y global direccionado sobre la base de dos grandes líneas estratégicas: por un lado, profundizar la política económica de corte privatista y transnacional iniciada desde mediados de la década de 1980; y por otro lado, eliminar la movilización sociopolítica de las calles, un hecho que algunos especialistas en la problemática conceptualizan como “un verdadero intento de revolución pasiva” frente a las crecientes movilizaciones de los históricamente excluidos indígenas, procurando así garantizar, en el mediano y largo plazo, nuevas formas de gobernabilidad sustentables en el contexto de las políticas de ajuste estructural y de reducción del Estado prescritas por las agencias de financiamiento internacional, quienes se encargaron de promover el Consenso de Washington —Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Banco Interamericano de Desarrollo, Asociación Internacional de Fomento, Agencia de los Estados Unidos de América para el Desarrollo Internacional, etcétera—.

Particularmente, Bolivia se transformó desde 1985 —a partir de la última presidencia del caudillo Víctor Paz Estenssoro— en un laboratorio social apto para el ensayo de políticas neoliberales, combinando así las prescripciones del Consenso de Washington con políticas multiculturales globalizadas. Esa combinación se tradujo en el cierre y/o desmantelamiento del aparato productivo estatal, diseñado por el proceso revolucionario nacionalista de 1952. En este contexto, ciertos sectores clave de la economía boliviana —como hidrocarburos, telecomunicaciones y energía eléctrica—  quedaron bajo el control del capital privado multinacional.

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En paralelo a estas reformas socioeconómicas caracterizadas por una radical desnacionalización de los recursos económicos se dio una desnacionalización de la ciudadanía, promoviendo un “multiculturalismo neoliberal” que propugnaba un resguardo de los derechos indígenas bajo la condición de no cuestionar la arraigada “colonialidad” racista y excluyente, rasgo distintivo desde la formación del proto-Estado boliviano en 1825.

Con la reforma constitucional de 1994, cuando corría el primero de los gobiernos de Gonzalo Sánchez de Lozada, Bolivia dejaba formalmente de ser una República monocultural para convertirse en una nación “multiétnica y pluricultural”. Sin embargo, este “constitucionalismo multicultural indigenista” no hizo más que profundizar lo que el investigador y periodista argentino Pablo Stefanoni denomina como una “inclusión abstracta y una exclusión concreta”. De ese modo, los más importantes ámbitos de decisión política siguieron estando monopolizados por los partidos tradicionales, hegemonizados por los sectores blanco/mestizos.

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Untitled-1Bolivia-2Empero, a partir del año 2000 ese escenario de hegemonía neoliberal comenzó a modificarse a través de diversas manifestaciones, levantamientos, rebeliones e insurrecciones en espacios tanto urbanos como rurales que tuvieron como protagonistas estelares a los grupos indígenas de la amazonía y la serranía. Entre estas manifestaciones colectivas adquirieron mayor relevancia social y política la llamada “Guerra del Agua”, los bloqueos de caminos en los departamentos de La Paz y Cochabamba, la denominada “Guerra del Gas” y las manifestaciones callejeras de 2005 en ciudades neurálgicas como El Alto.

Este ciclo insurreccional abrió una nueva etapa en el país profundizada con la llegada al gobierno nacional de Evo Morales Ayma y su Movimiento Al Socialismo —MAS—, quien en enero de 2006 se convirtió en el primer presidente indígena de Bolivia. El nuevo primer mandatario fue respaldado por diversos sectores de la sociedad boliviana, pero su principal capital político radicó en los movimientos sociales de campesinos e indígenas —CSUTCB, CIDOB, CONAMAQ, FNMCB “BS”, CSCB, etcétera—. Programáticamente estos colectivos sociales se propusieron impulsar una redistribución igualitaria del poder político y de las riquezas que contemple las necesidades y demandas reales de las treinta y seis naciones y/o pueblos indígenas existentes en el país. Necesariamente esto implicaba la transición de un “multiculturalismo formal” a otro realmente existente.

A pesar de los intensos debates que cuestionan hoy la verdadera participación de los movimientos sociales en el gobierno del MAS, se puede esbozar que estas organizaciones lograron imponer durante los sucesivos gobiernos de Evo Morales, al menos parcialmente, gran parte de sus demandas inmediatas, entre las que se destacan: la redistribución progresiva de las riquezas producidas socialmente; la renacionalización de la economía, mediante la reestatización de los recursos naturales; y un reparto igualitario del poder político.

Estas transformaciones se cristalizaron jurídicamente en una Nueva Constitución Política del Estado (NCPE) que entró en vigencia en 2009; cabe destacar que los movimientos sociales fueron actores centrales del proceso asambleario constituyente. A partir de la NCPE, Bolivia dejó de ser una República para constituirse “en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario” (Art. 1), en el cual la “diversidad cultural constituye la base esencial del Estado” (Art. 98).

En relación al reparto igualitario del poder político, el nuevo Estado “adopta para su gobierno la forma democrática participativa, representativa y comunitaria” (Art. 2), asegurando “la participación proporcional de las naciones y pueblos indígena originario campesino” en la elección de parlamentarios (Art. 147). Bajo la misma tónica, a nivel local se contempla la figura de “Autonomía indígena originaria campesina” que consiste “en el autogobierno como ejercicio de la libre determinación de las naciones y pueblos indígenas” (Art. 289). No obstante, el Estado central se reserva para sí una serie de competencias indelegables a fin de garantizar su rol presente y activo en tanto superación del neoliberalismo (Art. 298).

En el plano económico la NCPE estipula un modelo plural constituido “por las formas de organización económica comunitaria, estatal, privada y social cooperativa” (Art. 306); además, por primera vez en la historia de Bolivia, el latifundio encuentra límites fijos o concretos en su máxima extensión territorial (Art. 398) y a fin de superar la transnacionalización de la economía, los hidrocarburos como recursos estratégicos “son propiedad inalienable e imprescriptible del pueblo boliviano” (Art. 359).

Finalmente, a partir de este breve recorrido por la historia cercana boliviana, resulta pertinente considerar que esta reciente experiencia de trasformación integral encarada por el gobierno del MAS y distintos movimientos sociales —más allá de avances, retrocesos parciales y tensiones internas— se constituye en un significativo avance hacia la superación del “racismo negado”, pilar esencial del multiculturalismo neoliberal, para construir de manera colectiva y “desde abajo” una multiculturalidad verdaderamente transformadora de las históricas desigualdades sociales y culturales.

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