La revolución no solo pasa por las altas esferas políticas sino también por la construcción diaria de nuevas relaciones sociales. Desde Venezuela, Marcos Teruggi nos relata esa cotidianidad en la que el socialismo del siglo veintiuno comienza a abrirse paso.
Por Marco Teruggi
Un olor a café sube desde las manos de cinco mujeres. Están paradas sobre la loza terminada de una casa. Es la hora en que los primeros bombillos se encienden, las calles de Santa Rita, resguardadas por los Valles del Tuy, quedan un poco más solas. El día está terminando para muchos. Ellas, comuneras, dejan caer la noche sobre sus hombros, buscan las palabras con las cuales están hechas.
De a poco, de a golpe, inician la conversación. “Una comunera es una integrante de un pueblo, porque yo pertenezco a un pueblo, soy una persona más adherida a la comuna”. Es Zenaida Ríos, la primera en hablar. Tiene cuarenta y un años, usa una gorra blanca con el nombre de la comuna escrito en rojo: Luchadores por Santa Rita.
“Nosotras no somos las que mandamos en la comunidad, la comunidad lo llama a uno”, agrega Mireya Espinosa. Es hermana de Zenaida, tiene cuarenta años. “La comuna es algo grande, tenemos que solucionar, buscarle respuestas a la comunidad, a esa familia que tiene tal problemática. A veces nos sentimos como pegadas a la pared, ¿qué hacemos?, entonces nos llamamos entre nosotras”. También lleva puesta una gorra con el nombre de la comuna, también habla convidando su sonrisa.
Zenaida y Mireya participan de sus consejos comunales desde hace seis años. Desde el 27 de octubre del 2013 de la comuna. Ese fue el día en que la comunidad aprobó la carta fundacional con 99,5% de los votos a favor del Sí. La primera comuna del estado Miranda. “Empezamos nosotras a hacer las propagandas en las calles, eran las diez, once de la noche, lloviendo, y nosotras ahí haciendo los murales”, cuentan, recordando la campaña previa a la elección.
Al lado de Mireya está parada Velqui Serrano. Aprovecha la primera interrupción para explicar lo que para ella es central: “La comunidad nos puso como voceras para que buscáramos soluciones a sus problemas, porque no es que nosotras nos pusimos, no nos instalamos así como la oligarquía hacía”. Tiene treinta y ocho años, el pelo atado, la mirada inquieta, la casa que está en construcción pertenece al consejo comunal del que forma parte.
En boca de las comuneras aparece un elemento cardinal: tanto la comuna, el espacio de organización de la comunidad, como ellas, voceras, están ahí por haber sido votadas por el pueblo. “En las asambleas ellas vuelven a ser reelectas, por la calidad del trabajo que desempeñan en su sector”, explica Zenaida, contando así la emergencia de una nueva democracia que se expande por Santa Rita, la democracia participativa, protagónica.
“Por eso —dice ella, rodeada de sus compañeras que con su silencio dejan más clara la palabra de quien habla— la comunera nunca decae, siempre está en pie de lucha, busca, encuentra —y agrega—: nosotras nacimos con eso. Ser comunera no es fácil, aquí se aprende, se goza, se sufre, se lucha”.
La noche ya ha recubierto los valles, los árboles, las casas. Quedan los rostros con la luz de las palabras, las manos acompañando las frases que no se detienen. El círculo de la conversación se abre. La madre de Mireya y Zenaida, también comunera, se acerca a ofrecer más café. Observa, agradece al comandante, a sus hijas.
La conversación se detiene. Llamados telefónicos, planificación de reuniones, tareas pendientes. “Nosotras estábamos en las sombras”, dice entonces Zoila Villez retomando la charla. Tiene cuarenta y ocho años, sus compañeras la incitan a hablar, cuentan que antes de que empezara a participar en su consejo comunal, nadie la conocía en Santa Rita.
Trae su historia. “Mi esposo falleció, y ahí me destaqué, una parte para salir de la casa, para no sentirme sola, y para ayudar a la comunidad. Al principio me costó participar en las asambleas, soy tímida, pero hemos aprendido y seguiremos aprendiendo”.
“Estábamos en las sombras —repite Zenaida—, nosotras venimos de abajo, de vivir en una casa de barro”. Abajo, y en el sitio señalado entonces para las mujeres, en las casas, en el silencio que no se elige. “Antes existían las juntas de vecinos, y la mayoría ahí eran los hombres. Cuando una iba a una reunión se quedaban callados, no hablaban, no les interesaba que una aprendiera”.
Ahora son protagonistas. En la comuna la mayoría son mujeres, han emergido como comuneras, reconstruyendo su lugar público y privado. “Hubo momentos en los cuales nos reuníamos todos los días. Entonces la principal dificultad que teníamos la teníamos en la casa, porque es duro dejar a su familia, mi esposo llegaba y preguntaba por la comida”. Al contar eso Mireya, todas asienten. La vida de una puede oficiar de espejo para miles.
¿Por qué las mujeres? “Los hombres son muy machistas. Dicen: no, cuando venga el proyecto te ayudo a trabajar. Porque eso sí, ayudan con el trabajo fuerte, pero eso de andar para abajo y para arriba no”, explica Velqui. “No van a salir a las siete de la mañana hasta las nueve de la noche, para volver a irse al día siguiente a las cinco de la mañana hasta las diez”.
Mari Carreño acerca entonces su voz al debate. Ya no se oyen más ruidos en la calle. “Hay que luchar fuerte para ser comunera, así se logran las cosas”. Tiene veintinueve años, participó del consejo comunal cuando comenzó a conformarse, hace seis años. Antes tampoco salía de su casa, explica.
Mujeres, comuneras, están cambiando sus vidas, hogares, un lugar llamado Santa Rita por el cual han decidido luchar. “Aquí había gente que cocinaba en fogón, dormía en el piso. Empezamos a meternos adentro de la comunidad, a ver las prioridades, las familias más necesitadas, las que todavía vivían en ranchos y empezamos a hacer las viviendas”, cuenta Mireya.
Ahí están paradas sobre los cimientos que han comenzado a construir a través de brigadas comunitarias. Saben que han avanzado, que hoy no se parece a ayer, que mañana deberá ser más grande. “Nosotras, como comuneras, tenemos que poner en el corazón de la comunidad lo que es el socialismo, eso es lo más difícil”, explica Zenaida. En sus manos tibias de café emerge el horizonte que han descubierto con sus pasos, al que dan forma día a día y quieren —porque han aprendido que solo así podrá ser alcanzado— le pertenezca a todos.
Las luces de las casas comienzan a apagarse. Lentamente la oscuridad encuentra los últimos rincones donde adentrarse. La conversación comienza a ser habitada de pausas, de a poco, como el camino fundado. Antes de retirarse por las calles vacías de Santa Rita, Mari agrega: “Mis hijos y mis nietos dirán el día de mañana: mi mamá, mi abuela, fue comunera”.