Argentina define por derecha a su próximo presidente. Sin embargo, los grises permiten pensar la coyuntura en un marco más general y más allá del simplismo votoblanquista. El silencio y la palabra en disputa ante una elección histórica.
Por Federico Aime
¿Los argentinos recuperamos la fe? Mejor dicho: ¿no nos queda más que la fe? Pareciera que hasta los muertos se sorprendieron y que la fiebre amarilla revivió a más de uno, pero también que más de uno de los que creíamos vivos se transformó en un walking dead de la noche a la mañana. Lo que sí está claro es que tanto quienes bancan a Daniel como los que siguen a Mauricio se sorprendieron, y hay todavía un no sé qué dando vueltas por el aire, un clima coyuntural, una sensación de época. El sociólogo galés Raymond Williams lo llamaría la estructura del sentimiento, la pulsión colectiva, la magia de la historia; eso que de la nada nos vuelve a todos protagonistas.
No hubo encuestas que dieran en el blanco —hace varias elecciones que insisten en no dar en nada— ni analistas políticos capaces de prever lo que pasó, y esto ha descolocado a varios pero en especial al oficialismo, que casi sin darse cuenta perdió terreno a la hora de marcar la agenda de cara al balotaje y a la nueva etapa política, con los propios y con los extraños. Quedan como siempre los milagros de campaña y la posibilidad de que la contingencia vuelva a florecer para derribar las nuevas tendencias de los votos, que al parecer hoy solo son ganables por derecha.
La agenda es como el anillo para Smeagol: todos la quieren y la quieren bien instalada en la sociedad, porque la disputa por el sentido es una de las luchas que más fuerza cobró durante la hiperrelatada década kirchnerista. La Argentina de estos años atravesó varios debates importantes que definieron caminos, y también restableció algunos de los pisos de conciencia que el proyecto neoliberal había derrumbado mediante su apuesta ideológica iniciada con la dictadura del 76. “El silencio es salud”, se decía en ese entonces y parece repetirse hoy entre los conservadores: la ausencia de discusiones es para ellos la mejor forma de mantener la armonía. Que no haya crispación, que no se diga nada ni se ponga sobre la mesa ningún malestar; al fin y al cabo lo que toda buena familia necesita es la unidad, no importa si la misma se logra a costa del silencio. Total, después pagamos la sesión del psicólogo y ahí donde ya nadie nos escucha podemos decir todo lo que nos molesta sin decírselo a los demás. Ni a los nuestros, ni a los otros, ni a los que están en el medio.
Volvamos a ser la “Santa Argentina” de la mano del mutismo, dicen.
Desde sus trincheras en los medios de comunicación hegemónicos, el poder real viene argumentando que el kirchnerismo instaló una campaña del miedo. Cualquier argumento, pensamiento, cualquier mínima demostración de análisis o inteligencia, ya sea individual o colectiva, es una actitud ofensiva que forma parte de esa campaña del miedo. Hay que decir que esto no es nada nuevo: en su recorrido histórico la derecha jamás se destacó como un sector tolerante. Baste corroborar que es la primera vez que tiene posibilidades concretas de ser gobierno sin recurrir a los fraudes, como en la época del unicato y los Rocas —el prócer favorito de Mauricio—, ni golpear las puertas de los cuarteles militares. Asusta un poco cómo, de pronto, el bloque reaccionario y conservador quiere autoproclamarse “demócrata del siglo”, un verdadero absurdo, un grotesco del que Macri no tiene miedo de ser protagonista. Y todo ello mientras se evita un debate serio sobre las consecuencias de un posible gobierno de Cambiemos o sobre lo que realmente necesita la Argentina para resolver sus asignaturas pendientes.
Se supone que una campaña de balotaje la hacen dos candidatos que representan a distintas porciones de la sociedad. Se supone también que entre ellos deben discutir propuestas, ideas y políticas, para mostrar en qué se diferencian sus proyectos. Lo increíble, sin embargo, es que si uno prende la televisión y pone, por ejemplo, Canal Trece, lo único que se escucha es un “discurso del silencio”. Es la forma que han elegido los grupos económicos concentrados para volver a la carga. Al fin de cuentas esto tampoco es tan raro: ellos también han sido, históricamente, los promotores mundiales del amordazamiento de los pueblos.
Y mientras desde sus pantallas acusan campañas del miedo —si no estuviéramos atravesando una instancia tan importante, Lilita prediciendo magnicidios sería un buen chiste—, continúan apostando al odio como elemento movilizador de la nueva derecha democrática.
Desde lo alto de una torre algunos dicen que pueden ver más que lo que otros ven desde el piso; parece que desde las alturas unos pocos iluminados entienden eso que la gran mayoría no.
Es muy cómodo correrse, como hacen el FIT y algunos otros grupos pequeñísimos que se dicen de izquierda: su capacidad para no formar parte de ninguna decisión de trascendencia histórica es impecable. Hasta acá uno podría no sorprenderse: la incapacidad de estos sectores para cambiar el marco de análisis que usan desde hace más de cien años es algo que los distingue. Como si la historia después de Trotsky y Lenin no hubiera seguido, como si el mundo no hubiera cambiado nunca y fuese una fruta que está al sol pero jamás se pudre; una fruta de porcelana que sigue allí sin que nadie la toque o la coma o quiera cambiarla de lugar.
Pero la cosa no termina ahí. Porque podrían haberse limitado a llamar a votar en blanco en aras de mantener su conciencia en paz, mientras le echan en cara al resto —algo así como el 97% de la sociedad— que están equivocados. Y sin embargo optaron deliberadamente por hacer una fuerte campaña antikirchnerista, que poco y nada advierte de las graves consecuencias que acarrearía el acceso al poder de Mauricio Macri. Será que piensan que mientras peor mejor, será que no han aprendido nada del 2001, ni del 89. Ver a Del Caño pidiendo a la Justicia fiscales para controlar el voto el blanco es tan caricaturesco que uno podría pensar que volvió Cha Cha Cha pero en versión trotskysta. Será que quieren cuidar los votos del Frente Renovador y de los progresistas, no vaya a ser que se los robe el peronismo.
Mientras tanto, el resto de la sociedad define la historia.
Así las cosas, lo que hoy está en juego son las ideas, las diferentes lecturas sobre el mundo y las voces que lo habitan. Las cosas que se dicen, eso que no se puede callar. El crecimiento de la derecha en una forma democrática demuestra que existen ciertos límites que hemos sabido establecer: la cancha está marcada con la impronta del siglo XXI y por la emergencia de procesos populares en todo el continente. Un avance del neoliberalismo implicaría retroceder en cuanto a derechos conquistados como pueblo y soberanía recuperada como naciones, no solo a nivel económico sino principalmente como proyecto ideológico y cultural: mientras que el silencio es la marca del imperio, la garantía de los pueblos es la posibilidad de la palabra.
En estos momentos en que el poder real coloca el grito en el cielo ante una supuesta falta de libertad de expresión, es fundamental comprender que su gran avanzada sí pone verdaderamente en riesgo nuestras voces todas, esas que pidieron y todavía piden por una sociedad más justa y digna de ser vivida. Aquellas que luchan, como diría el compañero Agustín Tosco, por una Argentina “para que todos juntos, trabajadores, estudiantes, hombres de todas las ideologías, de todas las religiones, con nuestras diferencias lógicas, sepamos unirnos para construir una sociedad más justa, donde el hombre no sea lobo del hombre, sino su Compañero y su Hermano”.
Hoy me invade la enorme pena de ver al engaño vestirse de alegría, y de descubrir que nuestro más grande problema como pueblo es, otra vez, confundir al lobo con Caperucita, en esta ocasión cubierta con una capa amarilla. ¿Y el futuro?, preguntarán algunos. El futuro queda siempre por definirse: nuestro proceso está atado a muchos otros, y el mundo que habitamos sigue plagado de conflictos pero también de resistencias. Será nuestra más importante tarea defender lo conquistado y avanzar sobre las cuentas pendientes.