A los 76 años, murió el físico británico Stephen Hawking. Su enorme legado nos permite saber un poco más de dónde venimos y a dónde vamos.

Bernardo de Chartres, un prestigioso escolástico que vivió hace casi mil años, dijo: “Somos como enanos aupados a hombros de gigantes”. Se refería así a los pensadores del pasado: si podemos ver más cosas y más lejanas no es por la agudeza de nuestra mirada, sino porque nos elevamos sobre la altura del conocimiento de los que vinieron antes que nosotros. La frase viajó por el tiempo y tuvo varias apariciones estelares, como en la famosa carta que Isaac Newton le escribió a Robert Hooke, hace tres siglos, y en el título de un libro de Stephen Hawking publicado en 2002.

La ciencia que llamamos “dura» avanza porque acumula sobre lo que se acumuló antes. Lo que propone y comprueba, lo que descubre e inventa, para bien o para mal, ya trae una determinada dirección y nunca retrocede. No podríamos decir lo mismo del comportamiento social, donde pareciera que no se aprovecha el conocimiento de los paradigmas pasados.

Stephen Hawking, su esposa Jane y su hija Lucy, en su casa de Cambridge, en 1977. Foto: Ian Berry.

A menudo se suele decir que si no fuera por tal persona, no contaríamos con equis avance revolucionario. Es un error.

A principios del siglo veinte, un revoltoso Albert Einstein de 26 años, alejado del mundo académico, consiguió un empleo decente en una oficina de patentes de Suiza. Allí se encargaba de abrir los sobres que llegaban por correo con descripciones de inventos y candorosos diagramas a mano alzada, para analizar su dudosa viabilidad. Le encantaba. Fue en esa época cuando escribió su teoría de la relatividad especial. No era un físico de éxito y no había sido un buen alumno, pero hubo algo que lo inspiró para imaginar esas respuestas por las que sería recordado para siempre.

La construcción de ideas es siempre colectiva, mal que le pese a los editores de biografías. Pero algunas veces surge un humano fuera de serie que, en medio de sus miserias, sus obsesiones y sus inseguridades, logra combinar la cantidad exacta de claridad y locura como para abrir una puerta completamente nueva.

Stephen Hawking fue uno de ellos.

Tanto su gran fama como la fiebre que produjo en el mundo su muerte no se deben solo a los aportes que hizo en divulgación científica, física y cosmología, sino también a su imagen brutal. Una imagen que toca en el lugar que más incomoda y fascina, la contradicción: una mente colosal prisionera de un cuerpo inútil en el que a una edad muy temprana la libertad de movimiento perdió su turno. Un hombre que, no sin un nihilismo del que muchos fans resienten, encontró su único horizonte en el intelecto.

Hawking acaba de convertirse en uno de los pocos pasajeros que aquella metáfora de los gigantes lleva en su viaje infinito; ya vendrán otros para abrir nuevas puertas, inspirados en colosos antiguos o en ignotos remitentes de sobres olvidados. Con el mismo entusiasmo y con la misma obsesión.

Él dijo una vez que la frontera última de los agujeros negros, su horizonte de sucesos, es en realidad un horizonte aparente, y que «la física cuántica algún día comprobará que esas cárceles del tiempo y del espacio son solo áreas de peaje, casilleros de ‘pierde un turno’ para el universo en expansión». Ese universo en el que, recombinando una y otra vez nuestros átomos, seguiremos viajando y expandiéndonos. Todos nosotros, todas las cosas.

Artículo anteriorCuando el machismo se vuelve ley
Artículo siguientePoesía Femininja I

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.