Por Florencia Iglesias

Ilustración: Gustavo De Tanti – www.neocles.com.ar

 «Yo maté a un hombre y la mayoría de la gente lo entiende y me perdona, sin embargo, yo amo a un hombre y eso para muchas personas es imperdonable.»

Emile Griffith

Cuesta mirar la escena por varios motivos: internet va lenta, el video es viejo y lo que viene no me va a gustar. Un hombre golpeará a otro hasta matarlo. Eso es lo que voy a ver ahora en YouTube: la pelea de 1962 en la que Emile Griffith noqueó a Benny Kid Paret después de recibir un insulto.

No conozco sus caras y para mí solo hay dos boxeadores, uno con un short claro y el otro con uno oscuro. Los dos son negros —los dos todavía están vivos— y aún no puedo identificar cuál es cuál. Uno será Emile, un joven de las Islas Vírgenes de Estados Unidos que pudo meterse en el mundo del box por pura carambola. El otro —el que va a quedar en coma en una hora— es Benny Kid Paret, un cubano de veinticinco años, bicampeón en la categoría Wélter y padre de un niño de dos.

Preparo café y me concentro en el combate, pero mis conocimientos sobre box son casi nulos y para mí solo son dos señores musculosos que saltan, se pegan —se esquivan— y dan vueltas sobre un ring.

Creo que el de pantalones oscuros es Griffith. Lo imagino en bicicleta en un paisaje urbano de 1958. Lo veo llegar a su trabajo: una fábrica de sombreros. Siento el ruido de los ventiladores en una habitación llena de moldes y telas. El movimiento de las paletas es lento —casi tan lento como mi conexión a internet— y el calor parece gas espeso en el techo. La imagen va del blanco al negro, como los shorts de los dos púgiles que están ahora en mi ventana de YouTube. El sudor en el cuerpo del joven Emile Griffith brilla en cada curva de sus pectorales y todavía no sabe que algún día amará otros cuerpos como el suyo, que terminará boxeando por consejo de su patrón y que matará a un hombre sobre el ring. No sospecha ni remotamente que será, en unos años, mucho más un maricón que un asesino.

Miro la pelea por segunda vez y ahora ya sé quién es quién. El otro, el pequeño Benny —que en realidad es Bernardo— tiene agilidad para dar vueltas en el cuadrilátero. Esquiva y pega y su cara está hinchada. Los ojos son dos rayas hundidas entre moretones y lleva el pelo mucho más corto que Griffith. Parece cansado. Arrastra todavía los golpes de su pelea anterior en donde recibió una paliza tremenda de un contrincante bastante más fuerte que él, Gene Fullmer. Benny todavía siente el dolor en su cabeza. ¿Cómo pudo permitir su círculo más cercano que peleara contra Griffith si todavía no estaba recuperado? ¿Quién alentó este encuentro? Pienso en su entrenador, el hombre que no quiso tirar la toalla cuando Benny ya no tenía fuerzas en la esquina del ring. Imagino también a su hijo de dos años y a su mujer despidiéndose por última vez. Benny Kid Paret no estaba en óptimas condiciones para luchar contra Griffith, quizá por eso lo insultó.

emile-1Emile y Benny se conocían, se habían enfrentado en dos ocasiones en las que cada uno había ganado un título mundial. Pero este encuentro sería distinto. En la rutina casi ganadera del pesaje, horas antes de la pelea, Benny le había dicho en perfecto castellano «maricón». Emile entendió la palabra —letra por letra— y supo también que Benny la usaba para insultarlo.

En marzo del sesenta y dos Estados Unidos ya deliraba con Elvis y Cliff Richards. Los autos eran gigantes y las cinturas de las chicas se volvían cada vez más pequeñas. Sin embargo, al embrión de los sesenta le hacía falta mucho más que telas con lunares y psicodelia para empezar a caminar. El mundo seguía viejo y algunas palabras —insultos— podían tener un efecto inabarcable, como el de la mariposa que mueve sus alas en Cuba y desata una tormenta en Nueva York.

No tengo idea cómo obró el insulto en la cabeza de Emile Griffith, pero lo que el mundo pudo entender fue que en aquella sala de pesaje alguien molestó a la mariposa y un hombre terminó muerto en el ring. Las casi ocho mil personas que esa noche estaban en el Madison Square Garden pudieron ver en el décimo segundo round la respuesta tardía de un Griffith enfurecido con su contrincante (¿o con la palabra maricón?).

emile-2Vuelvo al video y ahora los espectadores gritan en cada golpe, se levantan de sus asientos. Hay una mujer con anteojos ojos de gato que parece disfrutar muchísimo el espectáculo. No sabe que lo que verá será una pesadilla para siempre en la vida de Griffith. Paret está acorralado y Griffith le pega sin piedad veinticinco golpes brutales en la cabeza. En ese punto retrocedo la imagen y estoy casi segura de que Benny Kid Paret quiere levantar los brazos, defenderse, pero no puede. No estoy viendo box,  es una paliza bestial y también una venganza. El árbitro se acerca y se aleja, pero no detiene la pelea. El entrenador de Paret no tira la toalla. La gente vitorea a Griffith y él levanta los brazos en señal de gloria, aunque sabe que su rival está en el suelo y no se mueve.

Cuarenta años después de aquel golpe irreversible, en una entrevista realizada por la revista Sport Illustrated, Griffith reconoció su bisexualidad: «Me gustan las mujeres y los hombres. No sé lo que soy». De todo lo que se habló en los medios sobre Griffith, hay mucha literatura y unas pocas frases del boxeador que se repiten. Sin embargo, el periodista Julio Leiva tiró una pregunta en su sección «Historias mínimas» —del programa de radio Cheque en blanco— que me queda aleteando, como la mariposa, en la cabeza. La pregunta me inquieta más que nada por lo categórica que podría resultar su respuesta: «¿Se podía ser gay, negro y además boxeador en los sesenta?».

En 2005, y luego de atravesar un largo camino de redención, Griffith —con sesenta y ocho años— pudo llorar ante las cámaras y abrazar al hijo de Benny Kid Paret para encontrar el perdón. Veo ese abrazo en Ring of Fire: The Emile Griffith Story —el documental sobre su vida dirigido por Ron Berger y Dan Klores— y sucumbo ante el golpe bajo del guionista. Me lo creo, me creo todo, hasta la música instrumental que sostiene la imagen: Griffith camina por un parque en un día de sol y llega hasta Benny Junior —el niño que tenía dos años cuando su padre Benny Kid Paret moría después de un bestial nocaut—. Después de cruzar dos o tres palabras —casi guturales— Griffith se le echa encima como si el huérfano fuera él.

En ese estado de completo desarme leo cómo murió Griffith en 2013 y me entero que pasó sus últimos años en la pobreza y en la locura, secuela de los golpes.

La pregunta de Julio Leiva sigue buscando una respuesta en mi cabeza y aunque la imagino no voy a ser yo quien la responda. «¿Se podía ser gay, negro y además boxeador en los sesenta?».

La vida de Emile Griffith parece haberla contestado de otra forma.

Se podía, pero en silencio.

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