Del cielo por asalto que prometía Podemos a un nuevo gobierno del PP. Una explicación contextual, para la lectura del otro lado del charco.

Mientras escribo este texto, Pablo Iglesias da uno de los mejores discursos políticos que se han escuchado en este país. Podemos —sin embargo— ha quedado lejos del gobierno. Los medios tradicionales en Latinoamérica informan sucintamente que se “desbloqueó la gobernabilidad” —así, como por arte de magia— pero la noticia no se entiende.

¿Qué carajo pasa en España?” —me wasapea un amigo del otro lado del Atlántico, y a mí la frase me gusta para un título.

Pienso que tengo dos opciones: contar la telenovela de este último año sin gobierno o recorrer algunos puntos de la historia española para que la telenovela se comprenda un poco mejor. Esto último implica una simplificación importante, que esperemos sea lo menos grave posible. El intento vale la pena en tanto que España no enfrenta sólo un problema coyuntural, sino también estructural.

Eso que llamamos España

España no es una nación, sino un Estado dentro del cual conviven varias naciones en regiones diferentes. Cada región —Galicia, Andalucía, Euskal Herria y Catalunya— tiene suficientes elementos históricos, culturales y políticos como para formar un Estado independiente si así lo decidiera. Incluso tienen un idioma propio y diferenciado.

“España no es una nación, sino un Estado dentro del cual conviven varias naciones en regiones diferentes. Cada región tiene suficientes elementos históricos, culturales y políticos como para formar un Estado independiente”.

Ahora bien, ¿es este un problema irresoluble a la hora de formar un solo Estado?

No, en principio. Pero podría serlo.

Los Estados modernos son inventos que se crearon al calor de las guerras del siglo XIX y luego se reforzaron con relatos nacionalistas. Las guerras y la discursividad sirvieron para unificar realidades regionales que eran diversas, creando —entre otras cosas— el contorno de la identidad nacional: la frontera.

Pero en algunos casos, como el de España, ya existían naciones (o “protonaciones” en palabras de Hobsbawm) bien asentadas dentro del Estado que se intentaba crear. Al igual que el resto del mundo, España intentó unificar esa diversidad con el desarrollo de la simbología, el avance del derecho, la invención de mitos fundadores y el paladar seco de las dictaduras.

Por las buenas y por las malas, España lo intentó. Pero no pudo.

Las razones del fracaso aún son debatidas por los historiadores. Pero lo cierto es que cuando uno se asoma a la historia de la península, tiene la sensación de estar frente a una sucesión de opciones políticas que nunca lograron imponerse completamente a sus opuestas.

Los “nacionalismos periféricos”, como el catalán y el vasco, no lograron convertirse en Estados-nación, pero tampoco se integraron completamente al Estado español. El republicanismo fue derrotado en la guerra, pero sus ideas antimonárquicas, federativas y de izquierda, no se apagaron dentro de España ni en el exilio, donde la militancia republicana se mantuvo activa tanto en Europa como en la Unión Soviética y Latinoamérica. El fascismo, al contrario, ganó la guerra, pero nunca logró que en toda España se abrazara la españolidad. Más aún, ser “nacionalista español”, hoy es sinónimo de “ser facha”.

España es presa de lo que García Linera definiría como un “empate catastrófico”. Pero con dos acotaciones. Primero: un empate que no es coyuntural —como el que el ex presidente de Bolivia describió para su propio país— sino estructural. Es decir, que cuestiona la estructura misma del Estado español. Y segundo: un empate en el que no hay dos fuerzas, sino varias: la España tradicional de derecha, monárquica y posfranquista (expresada en el Partido Popular); la España de izquierda y republicana, nunca derrotada pero ahora más clara y presente que nunca (cuya expresión es Podemos) y las Españas que no quieren ser España. Es decir, la de los “nacionalismos periféricos”, como Catalunya y Euskal Herria.

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Pedro Sánchez (Reuters)

Transición y desencanto

La Transición es el período que va desde la muerte de Franco, a fines de 1975, hasta las elecciones democráticas de 1982. En él se dieron una serie de pactos que intentaron solucionar los problemas pendientes que habían quedado taponados por las armas del franquismo. Lo curioso —y acá otra vez la idea de la España empatada— es que la Transición fue articulada por la propia monarquía.

“Para gobernar dentro de sus territorios, vascos y catalanes no apuestan fuerte por Podemos, pero sí lo hacen cuando tienen que votar para el Parlamento español”.

El rey Juan Carlos, sucesor elegido por Franco para seguir a la cabeza del país, funcionó como freno al franquismo más duro y, a la vez, como límite del nuevo período democrático que él mismo fogoneaba. El equilibrio de fuerzas y la monarquía como institución articuladora hicieron posible que España no siguiera el destino revolucionario de su vecino Portugal. La democracia española había elegido hacía cincuenta años no tener más rey y ahora un rey comandaba el proceso hacia la democracia.

La Transición —que ocurrió en el contexto de la crisis del petróleo, con el desempleo y la inflación altos— fue exitosa y permitió que España avanzara con una relativa estabilidad. Atendió el problema de los exiliados, la legalización de los partidos, la neutralización del sector duro de la dictadura, el rol de la Iglesia y la recuperación de las libertades sociales y sindicales.

Sin embargo, dejó suelto el histórico cabo de las “naciones periféricas” en el interior de España. Es decir, aquellas que existían desde hacía cientos de años y no habían cuajado plenamente en el intento de formar un solo Estado-nación. La Transición resolvió la cuestión como si se tratara solo de diversas “realidades regionales”, pactando diversos niveles de autonomía. Pero nunca consideró verdaderamente el problema como si fueran naciones dentro de un solo Estado.

Al calor del progresismo del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) —triunfante en las elecciones del 82, 86, 89 y 93—, el fortalecimiento del Estado de Bienestar y el consumismo adormecedor pos caída del muro de Berlín, España funcionó bien. Pero cuando reaparecieron el desempleo, la corrupción y la falta de perspectivas, los viejos dilemas de la plurinacionalidad —jamás resueltos— no tardaron en resurgir.

Las regiones y el voto

La Constitución de 1978, fruto de la Transición, dividió el país en distintas Comunidades Autónomas. Cada Comunidad está unida culturalmente al resto de España, pero también se diferencia de ella. Para simplificar y con perdón por el anacronismo: hay tanta distancia entre un andaluz, un vasco, un gallego y un catalán, como la que existía entre un brasilero, un boliviano, un chileno y un argentino de cualquier ciudad grande en los inicios del siglo XIX.

Exceptuando Galicia y Andalucía (donde se desarrollaron “nacionalismos periféricos” de baja intensidad) y Catalunya y Euskal Herria (que hasta el día de hoy son un “problema”), el resto de las regiones se integró bien dentro del Estado español. Sin embargo, las regiones existen y votan diferente, transformando al problema político en regional, y al problema regional en político.

Sintetizando, el sur andaluz y Extremadura, son históricamente del PSOE. Mientras que el centro y el norte de España son del PP, sobre todo en los últimos veinte años. No obstante, esta situación se modifica sustancialmente en las regiones independentistas.

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Pablo Iglesias (EFE)

El voto en las regiones independentistas

Las regiones independentistas viven una realidad muy diferente. Por un lado, hay que destacar que País Vasco, Navarra —que es la otra comunidad vasca— y Catalunya son zonas diferenciadas del resto de España en cuanto a su mayor grado de industrialización y comercialización, lo cual repercute en bajos índices de desempleo y en buenos niveles de sanidad y educación. Además, en el caso de Euskadi, esa situación se ve aceitada por el llamado “concierto económico”, un pacto que le brinda una mayor autonomía fiscal y política frente al Estado español.

Esa diferenciación histórica, pero hoy también política y económica, tiene su correlato en las urnas.

En las elecciones autonómicas del País Vasco los que más votos sacan son el partido nacionalista de derechas (PNV) y el independentista de izquierda (EH Bildu), mientras que Podemos, PSOE y PP quedan bastante más atrás. Sin embargo, cuando se vota para el parlamento español, las cifras cambian muchísimo: la primera fuerza es Podemos (29%), el PNV se mantiene estable (25%) y EH Bildu cae (14%). A la zaga, al igual que en las votaciones autonómicas, quedan el PSOE (14%) y el PP (12,85%).

“El PSOE, en caída libre desde 2008, obtuvo el 22% en las últimas elecciones, ubicándose en un sitio que nunca había estado: en medio de una derecha inconmovible, la del PP, y una izquierda nueva y en alza, la de Podemos”.

En el caso de Catalunya, que no goza de la autonomía fiscal de País Vasco, la opresión económica del centralismo regenteado desde Madrid es uno de los caballitos de batalla —quizás el mejor— que tiene el catalanismo para luchar por la independencia.

Allí ha triunfado históricamente la derecha catalana, involucrada en casos graves de corrupción en los últimos años. La segunda fuerza ha sido siempre el PSC, versión catalana del PSOE, aunque independiente de este. Detrás, con un promedio del 10% de los votos, han quedado la Izquierda Republicana, los Verdes y el PP.

Sin embargo —como el Estado español no permite hacer un referéndum por la independencia—, las últimas elecciones autonómicas encontró unidas a la derecha y a la centroizquierda catalana (“Juntos por el Sí”), que convirtieron dicho sufragio en un referéndum de hecho: aseguraron que si junto a la CUP (nuevo partido de izquierda catalanista) superaban el 50% de los votos, comenzarían la desconexión de España inmediata y unilateralmente.

No lograron ese 50%, pero sí lograron tener más de la mitad (72 de 135) de los escaños en el Parlamento catalán. Situación que les permitió realizar importantes progresos en la lucha por la independencia, que a su vez se mezclaron con aguerridos debate internos, dado que estamos hablando de tres partidos unidos por el independentismo pero separados por la ideología, la mirada sobre lo social y la forma de hacer política.

Como sea, el presidente catalán, Carles Puigdemont, acaba de decir que en 2017 finalmente habrá —lo quiera o no España— un referéndum por la independencia de Catalunya.

Eso es lo que ocurre al interior de la Comunidad catalana. Pero en las elecciones generales, es otro el cantar. La primera fuerza —al igual que en el País Vasco— es Podemos (25%); luego siguen una conjunción de izquierdas, la ERC-CAT Sí (18%), el PSOE (16%), la derecha catalana CDC (14%), el PP (13%) y, por último, Ciudadanos (11%).

En síntesis: para gobernar dentro de sus territorios, vascos y catalanes no apuestan fuerte por Podemos, pero sí lo hacen cuando tienen que votar para el Parlamento español. El PP, por su parte, no es querido ni dentro de esas comunidades ni cuando ellas votan para el Parlamento español. El PSOE, por último, perdió muchísimo apoyo tanto a la hora de votar para el Parlamento catalán (pasó de un 40% en su mejor momento al 12% actual) como cuando los catalanes votan para el Parlamento de España (16%).

Crisis del bipartidismo, sangre en el PSOE

La crisis les pasó facturas al PP y al PSOE. Pero a éste último muchas más.

El PP perdió 3 millones de votos en toda España. Sin embargo, en esta coyuntura inestable le ayudó muchísimo tener un piso de votantes seguros. El estómago de la derecha española es a prueba de balas: no le importó en lo más mínimo la cantidad ni la calidad de la corrupción ni los recortes que llevó a cabo el Partido Popular. A pesar de perder 13 puntos porcentuales, el PP siguió siendo el partido más votado en las últimas elecciones generales, con un 33% de los votos.

El PSOE, en caída libre desde 2008, obtuvo el 22% en las últimas elecciones, ubicándose en un sitio que nunca había estado: en medio de una derecha inconmovible, la del PP, y una izquierda nueva y en alza, la de Podemos. Pedro Sánchez —Secretario General del PSOE— intentó en el último tiempo reubicar el partido en su lugar originario, la centroizquierda, y para ello utilizó un fuerte discurso anti PP y anti Rajoy.

“El estómago de la derecha española es a prueba de balas: no le importó en lo más mínimo la cantidad ni la calidad de la corrupción ni los recortes que llevó a cabo el Partido Popular”.

Pero ya era tarde. El PSOE estaba muy desacreditado y una porción enorme de su electorado había migrado. Sánchez se vio entonces entre la espada y la pared. No podía entregarle el voto a Rajoy en el Parlamento —o abstenerse, que era lo mismo— porque eso significaba traicionar todo su discurso antipepero. Y, a la vez, tampoco podía pactar con Podemos porque el comité de su partido le había prohibido esa opción (al igual que la de pactar con los nacionalistas catalanes).

Si ninguna alternativa era buena, el inmovilismo era aún peor, porque impedía formar gobierno y forzaba unas terceras elecciones. Y en ellas, según las encuestas, el PSOE seguiría cayendo. Esta situación duró un año. Finalmente, el sector más conservador del partido decidió poner fin a lo que su Secretario General no podía o no se animaba. Lo abandonaron: un buen día renunciaron 17 miembros de la Ejecutiva Federal y lo dejaron sin quórum.

Sánchez se atrincheró y bregó para que la decisión de investir presidente o no a Rajoy la tomara la militancia de base del PSOE, en un congreso extraordinario. Pero fue en vano. Comandado por la Presidenta de Andalucía, Susana Díaz, azuzado por el ex presidente Felipe González, y fogoneado por el diario El País, el Comité Federal hizo rodar la cabeza de Sánchez y dejó vía libre para convertir a Rajoy en presidente.

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Susana Díaz y Felipe González (EFE)

Lo que viene

Los problemas de siempre siguen ahí.

La cuestión catalana, en buena medida la “línea roja” que impidió unir a Podemos con el PSOE para armar un gobierno alternativo, sigue activa y tiene su propia hoja de ruta. Una hoja a la que, por cierto, le viene muy bien un enemigo de derecha e inflexiblemente españolista como el PP; máxime cuando a ese partido lo dirige un inútil como Mariano Rajoy. Contra él pareciera que cualquier lucha se vuelve digna.

El desempleo —hoy del 20%— baja de a poco mientras sube el empleo basura y temporal. Aceptar que el Estado benefactor se acabó, no es un desafío sencillo para un país de Europa occidental. Especialmente cuando los medios repiten, una y otra vez, las cifras siderales robadas por los políticos de los partidos tradicionales, sobre todo por el PP. Tampoco es fácil aceptar el poder cada vez más explícito de las grandes corporaciones (sintetizadas en el IBEX 35) y sus representantes elegidos en reuniones diminutas e invisibles, como Felipe González.

En cuanto al PSOE —versión peninsular de la crisis de la socialdemocracia europea— dicen que deberá ponerse muy rojo en lo discursivo, si no quiere perderlo todo. Dado el equilibrio de fuerzas que hay en el Parlamento, puede que salgan algunas buenas medidas si hace acuerdos con Podemos, pero también es probable que lo que salga rojo de la boca del PSOE se vuelva azul a la hora de pactar, en los hechos concretos, con el PP. Y quién sabe si de allí no nacerá una gran coalición de centroderecha.

Porque no hay que olvidarse que el PSOE es un partido que quedó fracturado a la vista de todo el mundo. Un partido que le hizo un golpe de Estado a su propio Secretario General y que a la hora de investir a Rajoy rompió la disciplina del voto. Pedro Sánchez, además, renunció a su bancada e inmediatamente se puso a militar para volver a la secretaría general y revivir al PSOE por su ala izquierda, pero esta vez, en abierta confrontación con los que lo derrocaron y tirando varios centros a Podemos.

“En un contexto de crisis e hipocresía, Podemos queda como un partido honesto con un piso de votos nada deleznable, con fuerza tanto en País Vasco y Cataluña como en Barcelona y Madrid”.

De Ciudadanos, el otro partido que rompió el bipartidismo español, hay poco que decir. Es una derecha joven y sonriente que logró, con un discurso centrista y renovado, neutralizar el avance de Podemos y el independentismo catalán. En la práctica funcionará de aquí en más como un apéndice del PP pero, sobre todo, del neoliberalismo en general. No obstante, su discurso fue muy engañoso —igual o más que el del PSOE— y las últimas elecciones le pasaron factura.

Podemos, en cambio, sale bien parado. Es un partido diverso y con mucha sangre nueva que tuvo que aprender —y sigue aprendiendo— a hacer política en medio de una tormenta que se extendió mucho más de lo que todos suponían. Tiene por delante debates internos interesantes, que se pueden simplificar en la disyuntiva “salir a la calle o avanzar en el parlamentarismo”. Pero en un contexto de crisis e hipocresía queda como un partido honesto con un piso de votos nada deleznable, con fuerza tanto en País Vasco y Cataluña como en Barcelona y Madrid. Comunidades y ciudades por las que cualquier partido de España estaría dispuesto a venderle el alma al diablo.

Resumiendo: España vive una verdadera crisis. Crisis de valores, en tanto que los poderes fácticos han quedado con el culo al aire, evidenciando el poder limitado de las urnas. Crisis de legitimidad política, cuya expresión más clara es el fin del bipartidismo. Crisis social estructural, con millones de ciudadanos en paro y sin perspectivas. Y crisis identitaria, resurgida de su plurinacionalidad nunca aceptada.

Veremos qué pasa.

Por ahora, lo cierto es que en España gobierna el PP. Es decir, la derecha católica postfranquista y monárquica. Pero que a nadie se le olvide: gobierna habiendo obtenido el 33% de los votos en unas elecciones en las que el 47% del electorado eligió con convicciones de izquierda y centroizquierda.

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Fabricio Lombardo
es profesor de historia. Editó la revista El Suburbio y formó parte del Movimiento de Desocupados en Buenos Aires. En 2009 construyó junto a otros docentes el Bachillerato Popular “Carlos Fuentealba”. Viajero incondicional y amateur de la fotografía, actualmente forma parte del movimiento okupa en Euskal Herria y oficia de editor en Ultimoround.

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