Por Fabricio Lombardo
Ilustración: Paula Lupo
Se sabe que los guachines aprenden jugando. Cuando golpean una cosa, no están golpeando una cosa: están probando sonidos y consistencias. No están rayando la pared cuando rayan la pared: están reconociendo texturas. Digamos que se hallan en otro plano; eso es evidente. No se preguntan por el sentido de la vida, porque la vida ya tiene sentido. Durante el día pueden convertirse en piratas o princesas, y cuando llega la noche, si quieren, se van de un sopetón a conquistar la luna.
En ese aprendizaje la palabra es central. Lo dice todo el mundo. Los pediatras, los pedagogos, la organización mundial de la salud y la mar en coche. Los peques van reconociendo los significados y los ritmos posibles. La musicalidad de las oraciones y la gracia o la tristeza histórica escondida detrás de cada vocablo. Las palabras también tienen texturas y colores, y eso lo saben los niños mucho antes que los literatos.
Sin embargo ese juego, por ser justamente un aprendizaje, no se da siempre con palabras poéticas o bellas en sí mismas. A Ián, por ejemplo, le encanta jugar con las «malas palabras». Y como sabe que yo, en ese sentido, no le pongo límites, el tipo avanza. Lo único que le aclaro es que en este mundo existe lo privado y lo público, y entonces ciertas expresiones —por una cuestión de sensibilidad social— conviene mantenerlas en el ámbito de nuestra privacidad.
—Puteá todo lo que quieras —le digo— pero acá en casa. Afuera no, porque hay gente que le molesta.
Ián más o menos va entendiendo esto, pero el aprendizaje tiene sus altibajos, como todo. Hoy a la mañana, por ejemplo, me despertó su canto: «¡filetes de chota!» cantaba una y otra vez, usando de base diferentes canciones de moda. ¿«Filetes de chota»?, pensé mientras me despertaba. ¿Estoy escuchando bien? ¿Mi pibe está cantando «filetes de chota»?
Y sí, efectivamente, estaba cantando eso, en sus diferentes versiones: «filetes de chota» pop, «filetes de chota» cumbia, «filetes de chota» tenor. Y además le iba agregando nuevas palabras, nuevas ideas, por lo general igual de irracionales, como por ejemplo: «¡El sol está lleno de filetes de chota!» o «¡vengan a bailar los filetes de chota!». De esas dos me acuerdo, pero sé que hubo muchas más. Las tendría que haber anotado.
En fin, mi entrada a la vigilia de esta mañana fue violenta, no lo voy a negar. Pero también risueña. Me reía solo, en la cama, mientras lo escuchaba de fondo. Además, sabemos cómo son los pibes: cuando tienen algo efectivo lo usan una y otra vez hasta gastarlo por completo. Ián estuvo toda la mañana cantando su hit. En el baño, en la cocina, en el patio, en la computadora. Cambió el orden de las palabras, le dio a sus canciones diferentes tonos y volumen, diferentes cadencia y sentimiento.
Y después de todo eso ocurrió algo muy extraño. Yo estaba sacando la moto de casa para llevarlo a la escuela, y él estaba en el garaje, al lado mío, cantando su canción. De hecho yo justo le iba a decir: «Bueno hijo, pará un poco con eso», cuando empezó a sonar mi celular. Me di cuenta que no lo tenía encima, que me lo había olvidado. Entonces volví, abrí rápido la puerta y llegué a atender.
De fondo seguía escuchando cantar a Ián, pero ahora más de lejos. Cuando terminé de hablar y salí nuevamente, me lo encontré cantando en el medio de la vereda. Alto y súper inspirado, como para que lo escuchase todo el barrio: «¡A mi papá le gustan los filetes de chota!». Una y otra vez, con toda la jeta: «¡A mi papá le gustan los filetes de chota!».
—¡Ián! —le grité desde el garaje—. ¿¡Qué estás cantado!?
Ián se quedó callado y se encogió de hombros, desorbitado con mi reto. Me puse a su lado y levanté la mirada, pudoroso, para ver si lo había escuchado alguien. Y sí. La vecina con sus hijos en la puerta, me miró y me levantó el brazo:
—Buen día… —me dijo, contenta—. Te va a salir cantor el chico…
—Aah, viste —le contesté con media risa y me sonrojé como un boludo.
Ián se subió en la moto y yo lo fui retando durante las diez cuadras que nos separaban de la escuela. Estaba caliente como una pipa y él lo sabía. Lo gritoneé, lo traté mal y lo vi entrar al colegio con la cabeza gacha, arrastrando la mochila. Soy un careta, pensé. Un padre correcto y sociable que caga a pedos a su hijo para que la vecina lo aplauda.
Durante toda la tarde no hice otra cosa que recordar la cabeza gacha de Ián. Creo que guardé en mi memoria el fotograma de cada uno de sus pasos. Hubiese querido volver a abrazarlo en medio de la clase y pedirle disculpas, decirle que el mundo y la gente y los buenos modales y qué se yo cuánto. Pero no. Me quedé en casa mirando el techo y preguntándome qué habrá pensado la vecina; dándome cuenta de que estoy demasiado civilizado como para entrar en medio de la clase y darle un abrazo a Ián.