La “Masacre de las bananeras” y García Márquez
por Fabricio Lombardo
Este diciembre se cumplen 85 años de la “Masacre de las Bananeras”. Aquella vez el ejército colombiano, a pedido de la United Fruit Company, disparó a mansalva contra una concentración de campesinos. La represión dejó centenares de muertos, pero nunca sabremos realmente cuántos; los asesinos tienen esa extraña manía de desconocer la cantidad exacta de víctimas, sobre todo cuando son pobres o comunistas.
García Márquez tenía apenas un año cuando ocurrió aquella locura y vivía a unos pocos kilómetros de allí. Para entonces, liberales y conservadores se venían dando bala desde hacía casi un siglo, y la última contienda entre esas facciones –la “Guerra de los mil días”– había sido la más cruenta de todas. Dicen, por ejemplo, que batallas como la de Palonegro y Peralonso, fueron de una magnitud incluso superior a la de los combates librados por Bolívar y Sucre durante la independencia. Es extraño, pero en esa tierra tropical, donde uno puede sentirse colmado por la amabilidad de su gente bella y alegre, se gestó la locura bélica más extensa de Nuestramérica.
Sin embargo, para nuestros pueblos, el punto no es la magnitud de la violencia. En ella, García Márquez puede ser particularmente colombiano. Pero es en el olvido, o más bien, en esa curiosa amnesia que se halla inmersa en nuestra historia tanto como el castellano en nuestra oralidad, donde el realismo mágico se vuelve un fenómeno particularmente latinoamericano. ¿Qué es un Buendía colombiano sino un González chileno, un Hernández mexicano o un Silva brasilero? ¿Qué es, sino un Juan Pérez argentino durante la última dictadura militar?
Uno de los Buendía, José Arcadio Segundo, estuvo en la “Masacre de las Bananeras”. Es más: fue uno de sus dirigentes. Pero nunca creyó que el ejército dispararía a matar en aquella estación colmada no sólo de campesinos, sino también de mujeres y niños, porque esas cosas se supone que no pasan en la vida real. Sin embargo, el ejército disparó.
Las víctimas fueron barridas esa misma tarde y cargadas en los furgones del tren. José Arcadio Segundo se despertó dentro de uno de ellos, ensangrentado y rodeado de muertos. Ya era de noche y el hedor era insoportable, pero él se la rebuscó para encontrar la puerta y lanzarse con el tren en marcha. Sabía que caminando en dirección contraria llegaría nuevamente a Macondo. Una lluvia copiosa e infinita lo empapó pero al cabo de unas horas el amanecer le permitió divisar los primeros ranchitos; una mujer reconoció su estirpe, lo auxilió y le sirvió café, en silencio.
– Debían ser como tres mil –murmuró.
– ¿Qué?
– Los muertos –aclaró él–. Debían ser todos los que estaban en la estación.
La mujer lo midió con una mirada de lástima. “Aquí no ha habido muertos –dijo–. Desde los tiempos de su tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo”.
Una tras otra, las personas a las que José Arcadio Segundo preguntó por la masacre, le dijeron lo mismo: en Macondo no ha habido muertos. La versión se repitió y se machacó por todos los medios posibles, hasta que finalmente acabó imponiéndose como una realidad. Los militares mantuvieron la ley marcial y continuaron la persecución de militantes y sindicalistas so pretexto de evitar nuevas manifestaciones; la empresa bananera retomó la producción y los trabajadores volvieron al trabajo.
José Arcadio Segundo se encerró durante seis meses en una de las habitaciones de la casa y nunca más regresó a la militancia política. Su familia acabó olvidándolo y, hasta el día de hoy, en Macondo, nadie sabe absolutamente nada de la “Masacre de las bananeras”. Nosotros no corremos la misma suerte porque García Márquez nos la cuenta en Cien años de soledad, salvándonos de esa irrealidad pacata e insípida a la que arriban, tarde o temprano, los pueblos amnésicos.
“Eran más de tres mil”, fue lo primero que dijo José Arcadio Segundo cuando logró escapar del exilió en su habitación. “Ahora estoy seguro que eran todos los que estaban en la estación”.