Advertencia: la siguiente nota puede hacerte mover la patita.

«Hey Jude» es un tema simple pero hermoso. Un clásico. Ningún terrorista psicológico sería tan cruel como para encenderlo innecesariamente, ya que su nivel de viralidad hace imposible saber cuándo va a detenerse y todavía queda toda una nota por leer. Pero, de todas formas, qué lindo tema es «Hey Jude». Ese pianito inicial, austero y eficaz, acompañando la voz del bajista con el bajo más feo de la historia; la batería resfriada de Ringo; y el corito que se va haciendo lugar desde temprano, presagio de ese infalible y tribunero final. En fin, un Himno de la Alegría sesentoso que ni el metalero más cumbiero puede arrancar con facilidad de su cabeza. Porque, desde la señora paqueta en el palco del Colón hasta la belieber más hormonal, todos somos presos vip de esa insoportable nube de sonidos ordenados a la que llamamos «música». Bueno, casi todos.

Podemos separar a la humanidad en dos grandes grupos: por un lado, aquellos que disfrutan en mayor o menor medida de la música y, por el otro, aquellos que carecen de ese ente abstracto, misterioso e imaginario al que llamamos «alma». Sabemos que alma, espíritu, Dios y el resto de la banda viven todos en el mismo barrio: el cerebro. La voraz atracción por la música —o su incomprensible indiferencia— está contenida justamente ahí, en ese flan de neuronas; y, por fuera, el casquito que lo protege y que sostiene nuestros micrófonos naturales.

Hacemos música desde hace una bocha. Y no estamos hablando del cri-cri nocturno o de despertar gente a las seis de la mañana desde una rama. Nosotros no hacemos música para aparearnos (cri-cri) o para defender un territorio. Hacemos música medio porque sí, desde hace por lo menos cuarenta mil años, según sabemos gracias a que un grupo de esos que hacen pozos y pincelean cositas encontró una flauta de hueso que data de ese tiempo.

Por qué somos una especie tan musical —en otras palabras, cuál es el valor adaptativo de la música— está más discutido que penal al borde del área. Algunos sostienen que, técnicamente, no sirve para nada, o al menos no sabemos para qué sirve. El propio Darwin, que además de mirar bichos miraba gente, se resignó a pensar que la música era de las cualidades más misteriosas e inexplicables del ser humano. Y es que entender cómo un estímulo así de abstracto como es la música es tan fundamental para nuestra especie es una tarea utópica imposible de abordar. O no.

dopa-1Robert Zatorre, quien nació y creció acá a la vuelta pero que por alguna razón se llama «Robert», es co-director del International Laboratory for Brain, Music and Sound Research (BRAMS, para los pibes) en Canadá. El doctor Zatorre siempre tuvo aptitudes musicales. De chico soñaba con ser organista, pero finalmente optó por el camino de la ciencia, demostrando una sorprendente afición por las vocaciones anticonceptivas. De todas formas, debe ser uno de los científicos más copados que existen. Básicamente, le pagan por meter gente dentro de un resonador magnético, hacerle escuchar música y medirle cositas. Suena fácil, pero tampoco es tan así.

La música es un estímulo mega complejo. Involucra el sentido de la audición, claro, pero también activa toda una batería de respuestas fisiológicas relacionadas con la memoria y las emociones. Por lo tanto, la tarea de Robert tiene dos aspectos bastante intrincados. Por un lado y como en cualquier experimento, diseñar protocolos en los que sea posible fijar todas las variables posibles, exceptuando aquella que uno quiere medir. Por el otro, poder interpretar los resultados y convencer a la comunidad científica de que esa manchita que él ve en una pantalla correlaciona con un patrón en una melodía o en el ritmo, por ejemplo. Así se va armando el rompecabezas de los procesos neurofisiológicos que ocurren cada vez que la rockeamos.

Robert la tiene tan clara en esto de tratar de entender qué nos pasa con la música que realmente no se explica cómo Quilmes todavía no lo convocó para que forme parte del gabinete que diseña los insufribles temas del verano. En una de sus publicaciones más notables, el equipo de Zatorre encontró que la diferencia entre el placer que generan la comida, las drogas, el dinero, la flaca de vestidito y la música es, básicamente, ninguna.

A lo largo de la evolución, nuestro cerebro fue adquiriendo upgrades de todo tipo, siendo lo último en tecnología cerebral las cortezas, o sea, las capas de neuronas más externas. A medida que vamos creciendo, nuestra corteza auditiva —situada a cada costado del cerebro— va tejiendo patrones de melodías y ritmos que terminan dando lugar de alguna manera a nuestros gustos musicales. Escuchar música es, básicamente, comparar lo que está sonando con esos moldes que fuimos forjando a lo largo de la vida. Pero hasta acá no se prendió ni un encendedor. El espadazo emocional aparece recién cuando esos sonidos coinciden con nuestra expectativa, y no está a cargo de las arpías y calculadoras cortezas cerebrales. Cuando ese «Naaaa, na na nana nanaaa, nana nanaaa, Hey Jude» da en la tecla, la corteza recluta a un viejo compañero de eras que se prende en todas las jodas.

Lo que Robert encontró es que, cuando se desatan momentos placenteros durante una experiencia musical, aumentan la actividad y los niveles de dopamina en nuestro sistema límbico, una región bastante primitiva, ubicada en el centro del cerebro. El sistema límbico corta el bacalao del placer —en realidad, estrictamente hablando, tiene más que ver con la motivación que con el placer— y es lo que evolutivamente nos impulsa a querer alimentarnos y aparearnos. Así sobrevivimos y perduramos como individuos y, por ende, como especie.

Y acá es donde empezamos a resolver el tetris que Darwin nos dejó picando. Parece ser que la música no es más que una intrusa cultural, un polizón copado que se cuela en esa ancestral ruta de la dopamina. Hacemos música para expresar emociones y sentimientos, sí, pero principalmente porque nos da placer, un placer ilegítimo que parasita una estructura evolutivamente esculpida por otras fuerzas.

Sean perdonados entonces aquellos los sin alma por no poder poblar sus cortezas con patrones musicales o por no poder advertir de ello a sus sistemas límbicos y, en consecuencia,  por no estar en este momento moviendo las patitas de todas sus neuronas, apestados de «Hey Jude».

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