La misa ricotera en Olavarría terminó muy mal. Los grandes medios desinformaron y los responsables se desentendieron. Germán Batalla estuvo ahí y aporta su mirada para entender qué fue lo que pasó.
El sábado fui a ver al Indio. Por primera y última vez. Fui motivado por una curiosidad sociológica. Eso les respondía a quienes me preguntaban por qué iba. Yo no soy fan de Patricio Rey, mucho menos del Indio Solari, no conozco de memoria sus temas, ni siquiera sé el nombre de sus discos.
Fui porque me interesa la música, sobre todo la música en vivo y el mundo que la rodea. Lamentablemente, en este caso, la música dejó de ser lo más importante.
En primer lugar, causa vergüenza e impotencia la distancia abismal entre las coberturas informativas masivas y la realidad de lo sucedido. Todas las notas sobre el tema tienen algo falso o incompleto. El caso extremo fue el de la agencia oficial Télam (no mandó enviados a Olavarría porque no paga viáticos) que a la una de la mañana del domingo informó que había diez muertos, utilizando publicaciones de redes sociales como fuentes.
En segundo lugar, resulta inaceptable que una persona pueda morir por ir a un recital. Si esa posibilidad existe es porque existen también una serie de eventos previos que crean las condiciones. Esa serie de eventos previos ocasionó que la ciudad de Olavarría (a esta altura, cualquier ciudad donde se hubiera hecho el recital) estuviera desbordada. Y lo que es aún más grave: sin capacidad de respuesta ante cualquier emergencia o eventualidad.
En su penúltima entrevista, el Indio dijo: “Mi público no acepta el sold out”. Eso significa que en sus recitales las entradas no se acaban, que todo aquel que concurriese podría entrar, con o sin ticket. Controlar quién tenía entrada y quién no fue impracticable: en una marcha sostenida durante las horas previas al inicio del show, dos columnas de gente colmaban de lado a lado cada una de las calles de acceso.
No es casual que al ritual se le llame misa: es lo más parecido a una de las procesiones que los lujanenses estamos muy acostumbrados a recibir en nuestra ciudad. La diferencia es que a la misa ricotera la mitad de los participantes (en esta ocasión cerca de cien mil personas) llegan al menos un día antes, se instalan donde pueden, escuchan música, bailan, hacen asado y toman cerveza y fernet sin límites.
Sorpresivamente para los prejuiciosos, el espíritu de comunión es tal que, aunque muchas personas se encuentran bajo los profundos efectos del alcohol, no ocurre ningún tipo de disturbio, ni peleas, ni destrozos, ni siquiera una discusión. El nivel de armonía entre los participantes es envidiable.
Con los hechos consumados y dos muertos más que se suman a la trágica historia de las presentaciones en vivo del Indio Solari y del rock argentino en general, queda claro que resulta muy difícil para una pequeña productora organizar cómo corresponde eventos de semejante magnitud.
Entre otras falencias graves: las instalaciones no eran las apropiadas, el personal de control y seguridad era escaso, el acceso al predio no era adecuado para el caudal de personas y no había indicaciones ni señalización suficientes.
La misa ricotera es (o era) sin lugar a dudas el último evento masivo puramente popular que le queda (quedaba) al rock argentino. La desidia generalizada de la productora y del Estado no es casual. Como todo en este mundo, las condiciones adecuadas de bienestar, previsibilidad y seguridad solo están garantizadas para quienes puedan pagarlas.
Es por este carácter popular que los medios se ensañan en instalar la idea de que no es posible encontrarnos a disfrutar masivamente. Intentan convencernos de que no sabemos cuidarnos entre nosotros. No toleran que cientos de miles de jóvenes y laburantes, provenientes en general de las clases populares, convivamos en armonía. Y cuando pasa algo lamentable, se utiliza para demonizar todo lo sucedido.
Lo anterior no implica que no haya responsables. Todos los que estuvimos en decenas de recitales masivos de rock sabemos que hay que estar preparados para mantenerse adelante. Pero ninguno de nosotros estuvo jamás en esa situación junto a otras 300 mil personas. En esas condiciones es muy difícil que no ocurra lo que ya todos conocemos.
Supongo que esta fue la última presentación en vivo de Carlos Alberto Solari. Pero no porque él lo haya decidido sino porque otra vez nos obligaron a pisar el límite de lo tolerable para comprender que las cosas no pueden hacerse así sin que haya consecuencias trágicas. Llegar a esta conclusión es muy triste.
Escribo esto con lágrimas en los ojos. Las mismas lágrimas que tenía cuando decidí alejarme durante el recital, con una mezcla de miedo y bronca, porque intuí que algo trágico podría pasar. Son lágrimas que surgen de esta misma tristeza: una vez más mueren personas por solo ir a ver un recital de rock.