Antes de discutir el 24 a la noche, sería bueno que leyeras este artículo; para discutir mejor y recibir al niñito Jesús como se debe.
¿Cuántas veces perdimos un debate enredándonos con las palabras? Nos pasa a casi todos. Alguien nos “da vuelta” un planteo que habíamos expresado con total seguridad; un diálogo amable se convierte en pugna, aunque hayamos tratado de evitar el conflicto; una discusión “imposible” se desmorona. Las palabras, a veces, tienen la extraña costumbre de soltarles la mano a las ideas sin que nos demos cuenta.
Cuando no se puede recurrir al volantazo de emergencia, unos cierran la charla con “así no se puede hablar” y otros con un portazo. En el mejor de los casos, el tema queda postergado para cuando “estemos con más onda”. Y cuando hay onda de sobra, si no se pone suficiente atención, aquella fuerza aparece con su guadaña de nuevo y ambos terminan echándole la culpa al ego o a lo “demente” que es el otro. Pero ni la omnipresente instancia del yo freudiano ni el estado de las facultades mentales del interlocutor son responsables directos: hay un ejército invisible de mecanismos que trabaja para que esto ocurra.
«SE PUEDE CONSTRUIR UN RAZONAMIENTO VÁLIDO A PARTIR DE PREMISAS FALSAS Y LLEGAR A UNA CONCLUSIÓN VÁLIDA PERO NO NECESARIAMENTE VERDADERA».
Uno de los episodios de The Twilight Zone (La Dimensión Desconocida, unitario de TV de los ochenta) tenía a mal traer a sus protagonistas, quienes, por accidente, despertaban una mañana en el intersticio temporal entre un minuto y el siguiente. Allí descubrían la existencia de unos extraños personajes azules que se dedicaban a modificar, reconstruir y reacomodar todas las cosas: antes de que comenzara un nuevo minuto, el mundo era recreado por completo. Estos “encargados de mantenimiento” garantizaban así la continuidad del universo. Tal como los albañiles de aquel capítulo, en cada conversación existen unos cuantos dispositivos que articulan su continuidad lógica y trabajan para ella. Son fórmulas lingüísticas que se clasifican de acuerdo con su función.
Para hablar con alguien —o para pensar un tema de forma lógica—, nos demos cuenta o no, siempre utilizamos razonamientos deductivos o “silogismos”. Estos se subdividen en tres etapas, que no siempre aparecen en el siguiente orden: premisas, inferencia y conclusión. En toda argumentación hay una secuencia finita de enunciados. La “conclusión de la deducción” suele ser el último, mientras que todos los otros son axiomas, premisas, o inferencias directas que provienen de enunciados previos.
Antes de explicarlo con un ejemplo, dos aclaraciones:
-
No analizaremos aquí las motivaciones psicológicas de los hablantes sino las fórmulas subyacentes a una comunicación de lógica simple. Es decir, la que la mayoría de nosotros usa todos los días.
-
Ni la lógica que conocemos es una ley absoluta que gobierna el universo, ni el razonamiento lógico es un conjunto de reglas que gobierna el comportamiento humano.
Tomamos entonces una frase simple que fue escrita más arriba: “Así no se puede hablar”. Bien podría ser ese el final de una conversación en la que dos personas discuten por dinero: ante una negociación comercial que resultó fallida, uno trató al otro de “ladrón”. El aludido, a partir de esto, decide dar por terminada la charla argumentando, con una inferencia deductiva válida, que la agresividad imposibilita una solución por medio de la comunicación.
Ambos formularon proposiciones que completan conjuntos de hipótesis esenciales o silogismos deductivos. La premisa “Así no se puede hablar” es válida, pero no necesariamente verdadera: su veracidad dependerá del convenio tácito acerca de lo que ellos consideran determinante para continuar o no con la discusión. De la misma manera, la veracidad de la premisa “ladrón” depende de si hubo o no un robo.
“Muy a menudo una afirmación luce como un razonamiento pero en realidad asume el mismo resultado que debería estar probando: un razonamiento no es lo mismo que una explicación”.
El ejemplo demuestra que se puede construir un razonamiento válido a partir de premisas falsas y llegar a una conclusión válida pero no necesariamente verdadera. También se puede construir un razonamiento válido a partir de premisas verdaderas y llegar a una conclusión falsa, o comenzar con premisas falsas, proceder por medio de una inferencia válida y alcanzar una conclusión verdadera. Pero hay una cosa que no se puede hacer: comenzar con premisas verdaderas, proceder vía inferencia deductiva válida y llegar a una conclusión falsa. Para graficar esto hay algo que se llama Tabla de Verdad y se puede googlear.
Muy a menudo una afirmación luce como un razonamiento pero en realidad asume el mismo resultado que debería estar probando: un razonamiento no es lo mismo que una explicación. Supongamos que se intenta probar que Einstein creía en Dios, diciendo: «Einstein hizo su famosa afirmación ‘Dios no juega a los dados’ porque creía en Dios». Esto parece un razonamiento correcto, pero no lo es. Es una explicación (válida y falsa) de la afirmación de Einstein; no podemos concluir con estos datos que el físico relativista efectivamente creía en Dios.
En el universo de la lingüística, los hombrecitos azules reacomodan a cada rato los ladrillos del edificio de la conversación y demasiadas veces ejecutan demoliciones controladas para imponer por la fuerza sus diseños. Estos ladrillos o “defectos técnicos” que impiden la construcción de un razonamiento deductivo que avance hacia una conclusión válida y verdadera son conocidos como falacias.
Las falacias son los recursos que más abundan en una conversación y forman un listado fascinante.
Algunas de las más usadas: la del Pez Rojo, cuando se introduce material irrelevante al asunto para distraer la atención hacia una conclusión diferente; Argumento ad consequentiam, cuando se afirma que algo es correcto o bueno simplemente porque es antiguo o porque «siempre ha sido así» (es lo opuesto a Argumentum ad novitatem, cuando se plantea que una idea es correcta porque es más moderna que otra); la falacia del hombre de paja, cuando se caricaturiza al oponente tergiversando, exagerando o cambiando el significado de las palabras que este utiliza para facilitar un ataque lingüístico o dialéctico y desacreditarle; la de falsa precisión, cuando se presentan dos puntos de vista como los únicos posibles y se dejan de lado otras alternativas de forma deliberada; la de Plurium Interrogationum, cuando se exige una respuesta simple (o simplista) a una cuestión compleja.
“LAS FALACIAS SON LOS RECURSOS QUE MÁS ABUNDAN EN UNA CONVERSACIÓN Y FORMAN UN LISTADO FASCINANTE”.
Hay muchas otras más: todas se relacionan con los principios lógicos de Aristóteles, pero incurriríamos en una nueva falacia si dijéramos que fue el pensador griego quien enredó la madeja, cuando es justamente la lógica por él descripta nuestro principal instrumento de navegación para orientarnos en los mares del razonamiento. Novedosa para la filosofía de su tiempo, la lógica aristotélica hoy forma parte esencial del famoso “sentido común” incluso hasta en China, donde el taoísmo ─que acepta la contradicción─ incluye a las escuelas del pensamiento occidental.
Quienes dominan las reglas del lenguaje pueden edificar ideologías enteras basadas en una sucesión encadenada de premisas falsas perfectamente lógicas y así manipular la opinión de los demás. Claro está que el arte de la retórica no sólo se emplea para llegar, por ejemplo, a una verdad orientada al bien común, sino también para tener éxito en las discusiones o discursos de cualquier naturaleza ética y estética.
Es imposible que siempre haya coincidencia entre el valor lógico de lo que se dice y el efecto psicológico que se produce, pero no es necesario conocer la mayéutica o método socrático para desactivar los mecanismos discursivos dañinos. Con solo detenerse un momento para revisar los aspectos que se dan por sentado al charlar cualquier tema, el plano de discusión cambia. Así, las conversaciones se vuelven más provechosas y las divergencias menos frustrantes.
Muchos la tienen bastante clara en estos juegos de lenguaje y lógica, y basan en ellos su trabajo. Los Monty Phyton, Les Luthiers, Capusotto, por ejemplo. Los encargados de la dirigencia de un país, también: el arte de la política muchas veces termina siendo el arte de confundir con palabras. Los reconocidos epistemólogos Karl Popper y Paul Feyerabend dedicaron su vida a la lógica y expusieron a la comunidad científica propuestas revolucionarias de razonamiento. Hay quienes, en cambio, no dominan las técnicas en cuestión, pero igual se esfuerzan por hacerlo, como los grandes medios de comunicación cuando recombinan y rebautizan términos hasta la esquizofrenia, imponiendo modas como la “posverdad” y otros neologismos del estilo. Nadie queda fuera de las trampas lógicas del lenguaje: aserciones pueriles como “Ya es millonario, no va a robar” están a la orden del día en las democracias —y en los votantes— del mundo entero, y todos nosotros, de hecho, hemos prolongado en vano una pelea verbal tras haber perdido de vista el tema central del debate.
“QUIENES DOMINAN LAS REGLAS DEL LENGUAJE PUEDEN EDIFICAR IDEOLOGÍAS ENTERAS BASADAS EN UNA SUCESIÓN ENCADENADA DE PREMISAS FALSAS PERFECTAMENTE LÓGICAS Y ASÍ MANIPULAR LA OPINIÓN DE LOS DEMÁS”.
Nuestra lengua brinda inmensas posibilidades. Quizá sea hora de probar que el conocimiento humano efectivamente está en crecimiento; para eso necesitaremos siempre el intercambio de ideas. Puede darse de forma rica y veloz si entendemos de qué estamos hablando. Incluso cuando el tema requiera tratar clasificaciones imprecisas, mal llamadas “grises”: algo válido no implica que sea veraz, y una idea completamente nueva puede buscarse en el punto medio entre dos opiniones extremas ya admitidas, sin por esto caer en la trampa de “tu opinión vale tanto como la mía”.
Unas décadas antes de que nos toque transitar la mal bautizada era de la comunicación, Ludwig Wittgenstein dijo: “Los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo”. Aprendiendo las reglas de este fascinante juego podemos trascender esa frontera. Para eso, de vez en cuando, hay que hacer silencio, prestar atención y detenerse un segundo: sumergirse entonces en los intersticios del lenguaje y, como los hombrecitos azules, reconstruir por completo el mundo en la dimensión desconocida.