El 17 de mayo se realizó una manifestación por Analía “Higui” De Jesús. Juan Fontana estuvo ahí y escribió esta crónica.
Foto de portada: Agustina Zeballos
“¡Oíd patriarcas el grito lanzado!”, exclamaron cuatro muchachas dando un paso al frente, con los ojos grandes y toda la fuerza que sus gargantas y pulmones les permitían. Habían desarticulado la formación en línea para sorprender a las sesenta personas que aguantaban el acto hasta el final. Era el punto cúlmine de una manifestación en contra de un sistema machista, que encarceló a Analía “Higui” De Jesús por ser “una lesbiana pobre que se resistió a una violación”. Ese miércoles 17 de mayo fueron las mujeres quienes le dieron la espalda a un Congreso de la Nación que las ignoraba.
“¡Libertad, libertad, libertad!”, las chicas del Teatro Popular Miguelitos continuaron con fiereza y los puños levantados la entonación de su propia versión del himno. Ese grito de guerra había nacido en el último Encuentro Nacional de Mujeres, celebrado en Rosario en octubre del año pasado. Apenas unos días más tarde, el 16 del mismo mes, Higui era detenida. Ensangrentada, llena de moretones y con la ropa desgarrada, fue acusada de homicidio.
Tras pasar por la casa de una pareja amiga, fue abordada y golpeada por varios hombres. Uno se le abalanzó e intentó violarla; ella lo apuñaló en el tórax, causando su muerte. Siete meses después, Analía sigue en prisión preventiva a la espera del juicio. Según informó su hermana, Azucena Diaz, le negaron la excarcelación en varias oportunidades. Mientras tanto, los agresores están libres.
“¡Las mujeres unidas del sur, ni juramos ni con gloria morir, insistimos la lucha seguir, insistimos la lucha seguir!”, terminó la presentación. Entonces la primera actriz pasó al frente y comenzó un monólogo: organizarse y luchar para no morir; no caer presas por abrazarse a la supervivencia. El mensaje fue claro y la obra recibió un animado aplauso. El reloj marcaba más de las nueve; la poca gente que quedaba, el aire tranquilo y cansado, y la oscuridad taciturna de una noche de semana en la ciudad contrastaban con la algarabía, el ruido y los colores que habían protagonizado la tarde.
La concentración comenzó a eso de las cinco. Se instalaron dos parlantes, una consola y un micrófono delante de la parada de colectivos, frente al Congreso. Poco a poco, la gente se fue acercando. Puestos de artesanos, vendedores de pan relleno, parrillas y hombres con hieleras ofrecían bebidas. Se podía sentir el clima de protesta que los transeúntes habituales acostumbran a pasar de largo con apuro.
A medida que las distintas organizaciones fueron llegando, sin embargo, quedó claro que esta era una ocasión distinta. Los peatones, no familiarizados con lo que veían, ralentizaban apenas la marcha y miraban curiosos el escenario. Por un lado, el Congreso majestuoso, gris, serio, enrejado, solemne y viril, rodeado de edificios igual de claros y señoriales. Por el otro, carteles arcoíris, pelucas brillantes, crestas de todos los colores, mujeres de ropa deportiva holgada, hombres con vestido. Y mucha, mucha alegría.
Entre tantas otras, Damarys, de 26 años, colgaba su bandera. Es militante del Frente de Organizaciones en Lucha y forma parte de “Tortas de Barrio”, un espacio que se encarga de denunciar no solo la violencia de género que sufren las mujeres, sino también las agresiones y problemáticas de las que son víctimas las lesbianas de las clases populares.
Promediando la jornada, las 500 personas de la plaza se repartían en dos grandes grupos. De un lado, muchos jugaban al fútbol y acompañaban a una batucada de chicas que hacía sonar los tambores al ritmo de consignas como “¡Dale a tu cuerpo alegría tortillera!”. Del otro, en el acto principal, una maestra de ceremonias sabía perfectamente cómo levantar los ánimos del público.
Era la activista del movimiento trans Alma Fernández, que recién llegada de un congreso de Derechos Humanos en Perú decidió organizar la protesta junto a la familia de De Jesús para apoyar la lucha de sus compañeras por la vida y la igualdad. Fernández sabe muy bien lo que es luchar para no morir. A los 13 años llegó desde Tucumán para prostituirse: la única alternativa que un Estado patriarcal, discriminador y machista le dejó para sobrevivir.
“¡A Higui la sacamos entre todas!”, gritó Alma y los concurrentes se fundieron en un solo grito, levantando el puño por enésima vez.
Otro 17 de mayo, pero en 1990, la Organización Mundial de la Salud eliminó a la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales. La lucha llevó décadas, pero finalmente los organismos internacionales comenzaron a reconocer el derecho de sus ciudadanos a la diversidad sexual. Veintisiete años después, les manifestantes pelean para que la sociedad y los gobiernos reconozcan su legítimo derecho a vivir y defenderse. Esperemos que no se demoren veintisiete años más.