Algo extraño ocurre cuando se activa ese mundo de colectiveros rabiosos y zapatos empapados. “Cuando llueve –dice Francisco Figueroa– la vida cambia”.

Por Francisco Figueroa
Fotos: Ariel Vicchiarino

La primera gota acaba de caer. Y así como la primera lágrima anuncia un torrente de llanto, la primera gota anuncia una lluvia venidera. Y cuando llueve, la vida cambia. Ya sea que lo encuentre a uno caminando por la calle, trabajando o en su casa, cuando llueve, la vida cambia. Porque con la primera gota se empiezan a desatar una cantidad infinita de sentimientos encontrados, que, a medida que avance el aguacero, serán imposibles de frenar.

“No hay que confundir, sin embargo, melancolía con tristeza; es una melancolía dulce la que suele acechar en las tardes de lluvia”.
Difícilmente uno pueda estar muy alegre en un día de lluvia. No es que sea imposible, pero no es algo que se dé con frecuencia. La lluvia tiene un cierto poder, un “poder nostálgico” por decirlo de algún modo, que inhabilita la felicidad exultante, la alegría desmedida. Las primeras gotas, así como avisan de un chaparrón inminente, suelen ser también el preámbulo de una tarde melancólica. No hay que confundir, sin embargo, melancolía con tristeza; es una melancolía dulce la que suele acechar en las tardes de lluvia.

Esté donde esté, a uno la lluvia lo encuentra y lo modifica, aunque sea de un modo casi imperceptible; altera su humor y el de los suyos. Quizás esté uno en el colectivo, o mejor aún, esperándolo. Y en ese preciso momento en que la llovizna empiece a cubrir el cuerpo, comenzará a recordar viejos tiempos, aquella niñez ya lejana, aquellos guisos de su madre. Se acordará también de los compañeros de escuela, esos purretes que supieron ser amigos y hoy son tan solo extraños, desconocidos con un pasado en común. Ya sentado en el asiento del fondo del 39, nuevos recuerdos atacarán la memoria. Vendrán a la mente aquellos primeros amores, los que se concretaron y los que quedaron truncos.

Ariel-Vicchiarino-Revista-ULTIMOROUND_BExiste la posibilidad también de que el chaparrón lo halle en la tranquilidad de su casa, leyendo un libro, mirando televisión, cocinando, o enfrascado en quién sabe qué tarea hogareña. Entonces es probable que usted deje lo que sea esté haciendo. Por más que se aproxime el final del apasionante policial que lo tiene atrapado, o que el galán de turno esté por conquistar finalmente a su amada en la telenovela de las seis, o que la pava le diga que ya está el agua para el mate; usted hará caso omiso a todo aquello, se desentenderá del mundo por unos minutos que parecerán años, y se dirigirá hacia la ventana.

Verá entonces como el vapor va poblando de a poco los cristales. Con la empuñadura del sweater dibujará un círculo que le permita mirar hacia abajo, hacia las calles ya húmedas, ya completamente mojadas. Un ir y venir constante de paraguas cubrirá cada movimiento de sus ojos. Y verá la gente pasar. Pero no como todos los días: hay algo distinto en esa señora que espera que el semáforo cambie de color, hay algo diferente en aquel joven de traje que viene esquivando los charcos. Sus semblantes no son los mismos. En los rostros, un gesto adusto, casi de preocupación. No caminan con la parsimonia habitual; al contrario, su andar es un andar apurado, casi enloquecido. Y luego su mirada se desviará de aquel extraño mundo de paraguas y pilotos, de colectiveros rabiosos y zapatos empapados, para enfocar el cielo. Un sinfín de nubes cubren lo que hace apenas horas era un sol resplandeciente; lo que antes era un celeste profundo como el mar, ahora es un triste gris color ceniza. Contemplará así durante unos momentos el viaje de cada gota, desde su nacimiento mismo hasta el final, chocando contra las baldosas. Prenderá luego un cigarrillo y volverá a su sillón, queriendo retomar sus actividades como si nada hubiera pasado. Pero lo cierto es que, por más que lo intente, no lo logrará.

Su día ya no es el mismo. Sus prioridades tampoco. Ya no le interesará averiguar como el detective llega finalmente a atrapar al asesino, pero pondrá todos sus esfuerzos en recordar cómo era el nombre de aquella maestra de matemática de segundo grado de pelo cano y lentes de botella. No festejará cuando, tras quince episodios de idas y venidas, Juan Enrique de la Fuente le declare amor eterno a la doncella María de las Mercedes Escobar, sino que esbozará una tímida sonrisa al evocar aquellas travesuras con su amigo Juan por los pasillos de su escuela. No irá corriendo a la cocina a apagar el gas una vez que el chiflido de la pava indique que el agua alcanzó su punto justo, sino que se trasladará al trote a su habitación en busca del antiguo álbum de fotos de su madre.

Y una vez que lo encuentre, que lo tenga ya en sus manos, lo aferrará contra su pecho como a un tesoro, y, sigiloso, temeroso, lo abrirá. Poco a poco irá pasando las páginas, una tras otra, y se sumergirá en sus recuerdos. Un olor a leña quemada se desprenderá de ellas, como si la antigua chimenea de su casa lo estuviese calentando en ese preciso momento. Un leve aroma a alcohol poblará el dormitorio, como si en ese mismísimo instante su abuelo estuviera sirviéndose una medida de whisky con dos hielos, como le gustaba a él. Y una gota gorda mojará las fotos, como si fuera la lluvia inmiscuyéndose por las goteras del techo de chapa, y no una lágrima porfiada que no se pudo contener.

Artículo anteriorCuriosidades. Apuntes desde Euskal Herria
Artículo siguienteEscuchar a Pedro Lemebel

3 COMENTARIOS

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.