Últimamente se asocia a Buda con formas y personajes new age de dominación. Entenderlo es urgente –dice Marina Filippa– para entender lo que Buda no es.
Hace poco, en la cola del super, me topé con la revista Noticias en cuya tapa se veía la imagen de Buda con una camiseta argentina. “El ideólogo de Macri”, decía el titular, aludiendo al budismo Zen y su forma de inspirar al presidente argentino.
Suspiré y miré hacia arriba, buscando esos metros de distancia que nos permiten recuperar la paciencia. Al alzar la vista me hubiera gustado ver el cielo, pero lo que había, por supuesto, era un techo alto con una compleja estructura metálica diseñada con especial atención a las luces —siempre excesivas y estimulantes— y a las cámaras de seguridad.
Esa imagen, sin querer, armaba una metáfora que a mí se me dio por interpretar como «compleja estructura de control, pensada para que nos comportemos de determinada forma». Y ahí entendí que para hablar de por qué es descarado asociar a Buda con ciertas ideas, primero hay que conocer la filosofía de Buda.
Hay dos grandes formas de pensar el mundo. Acá vamos a usarlas con los nombres Oriente y Occidente, haciendo referencia solo a India, China y sus zonas de influencia para la primera.
Como sabemos, la división fue establecida por Inglaterra cuando era la dueña de la cancha, pero en la lectura no geográfica sino cultural del asunto —la que más usamos— quiere decir que de este lado tenemos una forma de razonar que responde a una lógica y, de aquel lado, a otra. Y por eso y nada más que por eso, las diferencias son descomunales. Hay que poner mucha onda para entender al otro. Y no es solo porque la propaganda yanqui haya poblado nuestra cabeza con la idea de que el de turbante es malo o almuerza insectos, o de que el ponja se agacha demasiadas veces para saludar y no se sabe divertir, sino porque a esto de las «lógicas» distintas no nos lo enseñaron nunca.
Explicado a lo bestia es algo así como que acá «entendemos» algo porque «sabemos» que las cosas que son de una forma no son de la forma opuesta al mismo tiempo. Esto viene de principios aristotélicos que hacen que organicemos al mundo en compartimientos separados y nos dé mucha tranquilidad todo lo que se acerque más a blanco o a negro y se quede quieto en un lugar, que lo que deambule entre lo que —para nosotros— son los grises.
Allá, en cambio, y también explicado a lo bestia, «entienden» lo que entienden porque «saben» que todo tiene un carácter dual dentro de sí. Algo así como lo que simboliza el Yin y el Yang: nada es completamente verdadero o completamente falso. Aunque en la actualidad, por las buenas y por las malas, estos dos lados del planeta están bastante más permeados que antes, las lógicas siguen siendo diferentes.
Este universo cartesiano nuestro, polariza. El mal y el bien son polos opuestos y de ahí en más, todas las categorías posibles. Nuestros filósofos tradicionales se encargaron de pensar/crear un humano que, además de ordenar constantemente todos sus cajoncitos, tiene que separar bien lejos la razón de los sentidos, la mente del corazón, la coca de la pepsi. Con tanta separación, quedan divididas también la filosofía y la religión; y, dentro de esta, el cielo y el infierno, la virtud y el pecado, y muchos etcétera más.
Tratemos de hacer un esfuerzo e intentar aceptar que allá filosofía y religión son la misma cosa. No hay separación. Es difícil para nosotros incorporar este concepto porque nuestra cabeza nos obliga a hacerlas encastrar; lo que debemos conseguir es armar una tercera entidad para la cual no tenemos inventada una palabra. Y los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo.
En India, China y todas las zonas aledañas que bebieron de estas dos gigantes, la espiritualidad se manifiesta en religiones que parten de sistemas filosóficos muy serios. Claro que no los conocemos porque los programas de Filosofía no los incluyen en su contenido: un profe de esa asignatura me respondió una vez que es «porque no nos sirve».
El hinduísmo tiene más de trescientos millones de dioses. Repito, más de trescientos millones de dioses. El motivo es que todos son matices y avatares de la trinidad Brahma (el creador)-Vishnu (el protector)-Shiva (el destructor). Así, el hinduísmo no riñe con las demás religiones: cualquier dios de cualquier otra religión es aceptado porque se lo puede identificar con uno de los suyos. Y para que quede claro que es bien complejo el tema de su filosofía-mitología y su sistema de relación con los humanos (nótese que no escribí «mortales»), hay que tener en cuenta que la trinidad en cuestión es tres aspectos de lo mismo. Y por si a alguien todavía le parece sencillo, agrego que Brahma solito tiene cuatro cabezas y cuatro brazos. Y que sus cabezas solitas representan El ser físico, El ser racional, El ser emocional y El ser intuitivo. ¿Les suena a algo?
A falta de una palabra apropiada la llamamos «religión» pero en realidad el «hinduísmo» no existe. En India, la abundancia excesiva de religiones es la manifestación social de escuelas filosóficas que nacen en la tradición védica. Los Vedas son cuatro textos de filosofía (probablemente la más antigua que conoció la humanidad) y los Upanishads (que datan del 1000 al 400 a.C.) son la última etapa de desarrollo y profundización de ellos.
En el siglo V a.C., en lo que es hoy Nepal, nació Siddharta Gautama y nunca se propuso ser Buda («iluminado»). Era un burguesito, hijo único, príncipe de la dinastía Shakia. Perdió a su madre cuando todavía era un bebé. El papá era una especie de político importante y la estructura gubernamental a la que pertenecían no era una monarquía sino algo parecido a una república, un sistema más igualitario que el de las altamente jerarquizadas estructuras de otros reinos del momento.
Era costumbre llamar a unos sabios para que dieran pistas de cómo serían los años futuros del recién llegado. Eso se hizo, y de la serie de profecías surgieron dos visiones opuestas: que el pibe estaría capacitado para heredar la tarea de su padre o que, por el contrario, se convertiría en una especie de monje asceta dedicado al ayuno y a la contemplación —en otras palabras «chau, no te vi más»—. Ambas se tomaron como probables.
El viejo, consciente de que ese niño debía convertirse en su sucesor, decidió mantenerlo lejos de cualquier estímulo relacionado con el mundo espiritual y montó un show. Un mundo de mentira. Una puesta en escena con un guión y un decorado en el que sería criado su hijo hasta que tuviera edad para tomar el lugar de él y, recién entonces, conocer la verdad.
En el palacio no se permitía nada que tuviera que ver con la muerte ni con la vejez ni con la enfermedad ni con nada que generara angustia. Lo encerraron en un mundo perfecto con hermosos jardines en el que se preparaba para, en el futuro, gobernar con alegría al pueblo. Llegó un momento en que sus preguntas se volvieron demasiado molestas y había comenzado a insistir cada vez más con eso de querer conocer el mundo. Así que, acorralado, el padre decidió permitirle dar una vuelta por la ciudad.
Con un impresionante despliegue, armaron el recorrido haciendo que lo que estuviera al alcance de sus ojos fuera bello (y joven, y sano, y feliz). Siddharta, fascinado, iba escudriñando todo hasta que, en un descuido logístico, a lo lejos se dejó ver un anciano. El príncipe bajó de la carroza. Corrió hasta él. Por primera vez, vio un rostro arrugado, un cuerpo deteriorado. Preguntó. Escuchó «vejez». Siguió corriendo. Vio un cuerpo con miembros amputados. Preguntó. Escuchó «enfermedad». Corrió. Vio. Preguntó. Escuchó.
Volvió al palacio en silencio, en shock, y le explicaron todo. Allí siguió viviendo muchos años más. Medio ausente, pensativo, honrando sus tareas como de costumbre y, quizá, haciendo o intentando hacer escapadas al mundo real.
Un día se casó y tuvo un hijo. Y una noche los abandonó.
Se fue porque entendió que aquello de lo que habían intentado preservarlo tenía nombre: dolor (dukkha), y decidió que el sentido de su vida era encontrar el origen de ese dolor humano y eliminarlo. Fue pululando de grupo en grupo y pasó tanto tiempo con los ascetas que empezó a debilitarse. Entonces entendió que los extremos son malos y que había que encontrar un “camino del medio”. Se dice que, al borde de la muerte, se sentó a descansar al pie de un árbol, a contemplar. Y en medio de un delirio causado muy probablemente por el estado de inanición, entendió la verdad: se iluminó. «Despertó». Con la vida abandonándole el cuerpo, encontró de repente el origen del dolor humano.
El saber humano va aumentando desde que existimos. No se detiene. Por más conocimiento que alcancemos, siempre hay algo nuevo por descubrir. Entonces es justo decir que la realización personal no puede completarse exclusivamente a través del conocimiento. Con la acción ocurre lo mismo. Siempre hay algo para hacer. Si el trabajo a efectuar nunca se acaba pero los días sí, entonces es justo decir que el humano no puede realizarse del todo únicamente a través de la acción.
¿Qué hacemos?
Una opción es entregarse a las manos de Dios (no importa de qué religión) y elegir creer que, cumpliendo ciertas reglas creadas por entidades sobrenaturales, encontraremos la realización en la vida después de la muerte, con o sin necesidad de reencarnaciones previas. La otra opción es la que propone Buda, quien no creía que fuera necesario sufrir durante la vida ni durante miles de vidas como preparación para algo mejor, ni creía que fuera necesario sufrir por la falta de fe en ese «algo mejor» que vendría después. No creía en posiciones extremas ni en dioses de ningún tipo.
Sentado en ese árbol se dio cuenta de que, al formar parte de una cadena de acontecimientos que nos une con los demás y con el infinito, somos todas las cosas. Sintió la vida interconectada con las demás cosas vivas y no vivas. La interdependencia de todo con todo. La pérdida completa del yo. Lo sintió en el cuerpo. Eso es el nirvana. Concebir en lo más profundo del cuerpo, no de la mente pensante sino del cuerpo, en el pecho, en el estómago, el cosmos entero, hasta que el estómago y el pecho desaparecen. El todo dentro de lo uno y lo uno dentro del todo.
A partir de su axioma «El dolor existe» organizó una base a la que llamó «Las cuatro nobles verdades».
- 1. El dolor (dukkha) existe: no se refiere solo a que uno se angustia por algo y si no está angustiado por nada, entonces está alegre. Se refiere a que toda existencia es insatisfactoria, habla de un sentido más amplio de sufrimiento: imperfección, impermanencia, insustancialidad. La cuestión existencial, digamos.
- 2. El dukkha tiene un origen. El origen es el anhelo. No significa que el humano debería renunciar o negar el deseo. Es imposible y es insano no desear. Hablar del anhelo es hablar del apego: quien se apega no acepta la impermanencia de las cosas. Buda se refiere al anhelo en cuanto a aferrarse a lo finito: la belleza fìsica, la persona a quien uno ama, la relación que uno tiene con esa persona, un título, una definición social. Desear no es el problema; apegarse lo es.
- 3. El dukkha puede extinguirse eliminando su origen: la idea es, entonces, apegarse a las cosas que sí son permanentes y no tanto a su manifestación física. Por ejemplo, sí apegarse a la idea de la colaboración (no a fulano y el proyecto con el que estoy colaborando), a la amistad (y no a José Luís, mi amigo), a la ecología (y no a ese objeto biodegradable tan copado que me compré), a la salud, etc.
- 4. El Noble Óctuple Sendero es el modo en el que resumió la solución: recto entendimiento, recto pensamiento, recta palabra, recta acción, rectos medios de vida, recto esfuerzo, recta atención y recta concentración. No es un paso a paso ni una serie de escalones. Se refiere más bien a la concepción taoísta de «camino». Las traducciones cambian sentidos. Se le llama «camino» en cuanto a línea en el tiempo. La esencia del Óctuple Sendero es el Camino Medio. Y este, en palabras de Daisaku Ikeda, es:
«Aceptar la magnificencia de la propia vida y de la de los demás; la de la naturaleza no humana y todas sus numerosas e intrincadas interrelaciones. Convertir esto en la base de todos nuestros actos. Jamás pactar o transigir con fuerzas de destrucción y división que pondrán la vida en peligro o menospreciarán nuestra humanidad. No transigir, no significa calificar al otro de ‘enemigo’ y entablar con él un conflicto indefinido. Significa, en cambio, intentar identificar los aspectos específicos de una tradición filosófica, religiosa o cultural que respaldan o justifican la denigración o destrucción violenta de la vida y esforzarse por transformarlos en aspectos no violentos».
Las Cuatro Verdades no son verdades «reveladas». Son hechos de la vida que podemos confirmar permanentemente. La filosofía de Buda es tanto racional como empírica, es decir, científica. Cualquiera puede verificarla. La pregunta acerca de cuál es el modo de lograr la realización y así encontrar el sentido de la vida, movilizó a todos los filósofos que conocemos. Platón y su Caverna, Epicuro y su «medicina del alma», Spinoza y su Deus sive Natura, Epicteto, Boecio, Hume, Kant, los alquimistas, los existencialistas, Emerson, Thoreau, Hobbs; todos, de una u otra forma, plantearon que era posible transformar el alma humana y «despertar» para encontrar la realización, pero ninguno procuró algún modo fiable para hacerlo. La genialidad de Buda reside en que él sí instrumentó un método.
Pero por más enérgico que haya sido Gautama Buda en su entusiasmo por compartir esto con el mundo, muchas personas no necesariamente encuentran el goce en abandonar el sufrimiento. Creyentes o no creyentes.
Por otro lado, no está bueno que quienes no creen en dioses pero tienen una búsqueda —incluidos gran parte de los que practican budismo—, no intenten comprender en profundidad el concepto de iluminación y se inclinen hacia actividades que los acercan a la idea de que así, mediante prácticas variopintas que incluyan cuencos y gongs, limpieza de chakras, meditación, etc., satisfacen su parte espiritual.
Hay que reconocer que los de aquel lado tampoco se matan por contarnos de qué se trata. En la pedagogía oriental hay una preponderancia de lo metafórico y a nosotros eso nos hace ruido. Ellos están convencidos de que las palabras crean la realidad condicionándola (idea enredadísima para nosotros) y entonces le dan mucha bola al tema. Es por esa razón, también, que a veces nos parece tacaña su narrativa cinematográfica: lo poco que se dice se expresa con silencios, o con simbolismos obtusos, o con acciones de una onírica incomprensible.
La ausencia de divulgadores serios (y el exceso de best sellers de autoayuda) también tiene un motivo que responde a una lógica de aquella filosofía: es uno mismo el que puede desarrollar otro pensamiento. Pero solo si uno quiere. Y para lograrlo debe hacer un esfuerzo consciente.
Este detalle no es menor y entonces acá desconocemos completamente la cosmovisión de allá. Está presente pero hay que ir a buscarla porque no nos la entrega el cine ni el cole ni la facu. Y cuando la buscamos muchas veces nos encontramos con el filtro de la lógica occidental que la convierte en una inyección de colorido: transformaciones en la moda, algo de consciencia pacifista o el famoso misticismo New Age, muy útil para manuales de lifecoaching y vendedores de autos.
Quizá la budista sea una filosofía tan moderna que aún no nos entra en la cabeza. Y tan fresca que con gratitud nos queremos mojar con un pedacito; con un silencio, con un Sutra del loto, con un buda en la vitrina, no importa.
Algunos no solo quieren un pedacito. Algunos son capaces de atropellarla para utilizar una combinación de frasecitas que peguen bien en sus discursos-slogans; o de usarla de bandera, con la complicidad de falsos maestros espirituales, mientras desprecian la vida.
Llegaba mi turno en la caja. En el techo del supermercado, entre los hierros que daban forma a aquella estructura, se escondían unos nidos de gorriones. Uno de los pajaritos asomó. Volando encontró una grieta triangular en el tragaluz principal, y salió.