Una vida por la que pasan Miguel Abuelo, Luca y Los Redondos, no puede ser una vida aburrida.
Fotografía: Carol Calcagno, Ignacio H Salinas y www.willycrook.com.ar
Nos acercamos al barrio de Almagro para verlo, para que nos cuente algo de sus historias siempre curiosas, pero también de su presente, de su actualidad como músico activo y, a la vez, legendario. Todos los jueves a la noche, Willy brinda una especie de ensayo abierto con sus Funky Torinos en El imaginario Bar. Un ensayo digno de apreciar, en el que se lo puede ver cantando en inglés o castellano y tocando la viola o el saxo. Escucharlo tocar y cantar no tiene precio, pero Willy también es un gran conversador. No obstante, hay dos premisas que deben funcionar a la perfección a la hora de escucharlo. La primera, estar despegado de todos los prejuicios posibles, porque – hay que decirlo– Willy podría ser un personaje de cualquier novela de Kerouac. La otra es no tomarse al pie de la letra todas sus ocurrencias e ironías, es un personaje mágico y puede responder cada pregunta con un sinfín de anécdotas plagadas de ellas.
¿Cómo y cuándo surge tu primer acercamiento con la música?
No recuerdo muy bien, pero creo que fue por medio de un familiar, vaya uno a saber. Los Pantanos y los Crook no somos una familia muy numerosa, sin embargo, lo tengo un poco borrado. Creo que fue por parte de mi tío, o quizá por un cuñado que me regaló una guitarra. Ahí comencé a tocar con una sola cuerda Satisfaction o Juegos Perdidos. Tendría siete u ocho años.
¿Qué recuerdos tenés de tu Gesell natal? ¿Qué banda de sonido se escuchaba en tu casa?
Gesell era un sitio muy hippie y representaba todo lo que era yo. No eran muy nutridos musicalmente los lugareños y en casa no había mucha música. Mi madre tenía un tocadiscos y, con una lógica indiscutible, me prohibía tocarlo por miedo a que se rompa. Era algo así como una camisa demasiado linda que no se podía usar en ninguna fiesta.
¿Cuándo aparece el saxo?
En Ibiza, gracias a una amigo sirio que aún continúa fabricando saxos con cañas de bambú de la India y de Israel. Eran unos instrumentos muy sofisticados. Recuerdo que siempre me prestaban uno, ahí fue cuando comencé a intentar sacarle el sonido que me gustaba, tomando como referencia los discos del Gato Barbieri. Estaba horas tocando.
Willy, pausadamente, toma un trago de fernet con rodajas finas de limón y dos hielos. Enciende un cigarrillo poco visto, Particulares 30, y habla. Sin apuro, como si fuese una charla entre viejos amigos.
¿Y tú primer caño de metal (saxo)?
Fue acá, la última droga que me faltaba probar en Ibiza fue la Argentina y me vine. Hice dinero trayéndome piedras de la India y me compré un saxo malísimo en la calle Cannig. Era lo más parecido a un gran metal, una cosa espantosa. Pero bueno, el dinero no me daba para más.
Viviste la adolescencia en democracia. ¿Cuál fue tu impresión cuando volviste a Argentina?
Volví en el 82. Me tocaba la colimba y zafé haciendo un teatro importante. Había estado en un colegio militar, conocía las cosquillas y no me dejaba sobornar por nadie. Era un pelotudo insobornable, los sacaba de quicio. Por lo pronto, me dieron una patada en el culo, lo cual resultó maravilloso porque había hablado con Skay y la “negra” Poli y me habían dicho de tocar con ellos. A mí me pareció una cosa maravillosa. Yo había tocado con amigos o en la calle, donde había vivido tres años buscándome la vida como podía. Iba a la vendimia en Francia y también anduve por Marruecos.
¿Y cómo llegás a vincularte con el reggae?
Me había escapado de mi casa, estaba peleado con mis padres. Ellos se iban a trabajar a España porque la pasaban muy mal acá sin laburo. En invierno yo les copaba la casa pero en verano me tenía que buscar la vida como podía. Un buen día conozco a un tipo muy exótico que tocaba por un clisé de media botella de ginebra junto con un bajista que luego formó parte de Los argentinos, una banda de aquella época. Yo tocaba reggae, porque en Francia ya lo hacía. En esa época no tenía mucho acceso a escuchar música porque vivía en la calle. Me tiraba en una bolsa de dormir donde me agarrara la noche. Había escuchado bandas de reggae y Bob Marley ya estaba presente. Con el tiempo me di cuenta de que es una de las pocas excepciones en las que el más famoso es el mejor. No hubo una banda tan densa y siniestra como la de Marley. Me conmueve de verdad. En ese momento, tocando temas de Marley, se acerca este italiano tan particular. No sé qué dijo. Luego nos encontramos en otro bar. En una ocasión me salvó de una pelea y comenzamos a ser amigos. Claro, este italiano era Luca Prodan.
Luego de conocer a Prodan, ¿qué pasó con Sumo?
Luca me dice de ir a tocar a Sumo, lo cual no era posible porque ya estaba Pettinato y no pensaba irse. Era un quilombo que estaba provocando Luca. ¡El Tano era un conventillero total! –se ríe–. Mucho colegio con el Príncipe Carlos pero le gustaban los cuchicheos. A mí me decía que Pettinato se quería ir. A él, que yo le quería sacar el laburo.
Al llegar a Buenos Aires, entonces, la realidad era otra, ¿no?
Cuando llegué a Buenos Aires la cosa estaba fatal, muy mal. Era la última época de la dictadura y yo continuaba viviendo como en Ibiza, en la calle. Pero acá la gente era súper fascista. Una sociedad intolerante de todos lados y uno venía con tres aros en la oreja, con ropas muy exóticas. Era muy raro porque sabía que tenía que hacer mis cosas y ganarme la vida en ese entorno. Lo que me llamaba poderosamente la atención era cómo podía acceder a hacer música con una banda, cosa que jamás había hecho. Sí tocaba en la calle y sí había participado en zapadas, alguna noche memorable acompañado de David Lee y David Gilmour en la casa de Román Polanski.
¿Cómo llegás a conectarte con Los Redondos?
En un momento contacté con Arnedo y Fargo. Recuerdo que Luca se había ido con su hermano, Andrea, a Túnez a laburar en un documental sobre Marco Polo, y la banda no sabía si regresaría. Luca era muy imprevisible. Entonces, al verme tan colgado viviendo en la calle, me cuentan que había una banda llamada Los Redonditos de Ricota que buscaba un saxofonista. Mi primera pregunta fue si era una banda infantil. Fui y me encontré con ellos. Me parecieron personas formidables. Recuerdo que bebían una cosa oscura que parecía un aperitivo pero te colocaba como la hostia. A todo esto, contaba con el saxofón pero me faltaba mucho aprendizaje. Lo fui adquiriendo con ellos.
¿Tu instrumento era la guitarra?
Claro. De hecho a los solos de guitarra los pasaba al saxofón. Nunca escuché muchos saxofonistas. Tenía un cassete de Grover Washington, un saxofonista fankero. También me gustaba el sonido del Gato Barbieri.
¿Qué dijeron Los Redondos cuando te escucharon tocar?
Patricio Rey dijo “tenés que quedarte”. A esa determinación no la tomó el Indio, sino Patricio Rey. Por otro lado me sentí muy cómodo. Muy pronto me di cuenta de que estaba con gente inteligente y culta, muy piola para mí. Siguen siendo como hermanos mayores hasta el día de hoy. Con Skay nos vemos; el Indio ha tomado otro camino pero he aprendido muchísimo de él también.
¿Llegar a un grupo de música establecido era algo así como “la oportunidad”?
Yo sabía que ese trencito no me iba a esperar, subía o no subía. Para mí, en ese momento, a los discos los grababan los astronautas. Era medio de la mitología. Y de repente me encontraba en esa movida y me fascinaba todo. Pero el tema puntual era tocar el saxofón.
Dicen que, tanto el Indio como Skay, eran sumamente rigurosos a la hora de los ensayos, ¿qué recuerdos te quedaron?
Los ensayos eran un dolor de huevos. Muy metódicos. Skay continúa siéndolo. No había novias ni amigos. Ensayábamos tres veces por semana. No se podía pelotudear, había que cumplir con los horarios, buscar ser cada vez más profesionales y evitar ─en lo posible─ los excesos. Al final hubo unas leyes estrictas, yo puteé mucho pero me sirvieron hasta el día de hoy y les agradezco muchísimo. Trabajo mejor bajo presión, y si no, directamente no lo hago. No hay que joder a nadie. Si el alcohol te va a cambiar la manera de comportarte o de tocar, perjudicás a los otros. Es bueno un poco de rigor, más si estas en una banda. Es como decía Miguelito Abuelo: Suicidate si querés, pero no salpiques.
¿Qué opinión tenés de la composición y la música de Los Redondos?
En su momento las letras no me gustaban mucho, me parecían un poco amontonadas. Yo había leído escritos del Indio y me parecían estupendos. Con la música no estaba del todo contento, pero sí me convencía el sonido de Skay, que continúa siendo un violero excelente. Se dedica al sonido y no a la prestidigitación de hacer atletismo de notas. Ellos tenían toda la onda. Quizá en lo que yo no estaba de acuerdo es en que el saxo estuviese en todos los temas.
¿Te sentís más cómodo tocando la guitarra?
No soy un solista privilegiado. A mí me pasa por la cabeza la música completa. Espero estar a la altura de las circunstancias. Siempre trato de tomar clases con grosos que están en Internet. Ser violero es una cuestión armónica, tengo mayor conexión. A veces creemos que somos privilegiados. Imaginate la era de Mozart, Bach, Beethoven, esos tipos no podían escucharse, morían con lo que tenían en la cabeza. Pensaban para catorce mil instrumentos ¡Tomá, mierda, eso sí que rock and roll!
¿El saxo “en todo” fue uno motivos por los que te alejaste de la banda?
Es que era así y continúa siendo así. Reconozco ser buen soldado, había que hacer lo que te pedían. No creo en la democratización del arte, es imposible. Tu gente tiene que seguirte porque tenés un auto que tiene un volante y cinco asientos, no cinco volantes. Siempre hay que respetar una idea. Si te subís a ese tren, hay que darle bola. Aprendí muchas cosas en esos años y las utilizo hasta el día de hoy. Todo lo que soy, y toda la filosofía, las recibí de Los Redondos; a la libertad de estilos, de Melingo, sobre todo con el saxo. Ellos fueron mis mentores artísticos.
Cuando te fuiste de Los Redondos ¿qué ruta tomaste?
Me fui a Granada, de donde salió el Rey Boabdil, el último rey moro. Hay un lugar que se llama “Suspiro del moro”, donde lloró por la Granada perdida. Su madre le dijo “Llora como una mujer lo que no supiste cuidar como un hombre” ─comenta mientras enciende otro cigarrillo rubio─. Llegué a ese maravilloso lugar dejando en Ezeiza todo mi prestigio con Los Redondos, y empecé a tocar en la calle. Un día me vio tocar la banda de Los Toreros Muertos, y me invitaron a sus presentaciones. Fue maravilloso. Lo contraproducente fue salir en los periódicos locales, la gente me empezó a reconocer y no me daban ni una moneda pensando que era famoso.
¿Te arrepentiste de irte?
Era una de las cosas que más me refregaba la gente. Y desde mi punto de vista, el de Los Redondos fue el primer romance que corté en el momento justo. En el amor, hice cosas hasta la imprudencia, la taradez profunda, pero acá fue justo. Ya no gozaba de la música. Iba sumando elementos. Escuchaba Soda Stereo y también me gustaba. Yo no veía esa pelotudez “Los redondos vs. Soda Stereo”. ¿Qué te pasa, tarado? no es un partido de tenis, es arte. Entiendo que cada cosa que pasa es porque tiene que pasar. No se contagia el talento que tienen los grandes, pero te acostumbrás a desempeñarte entre ellos. Y te pone en un estado mental que te dice «esto es posible», ¿entendés? Sucede.
¿En qué momento de tu camino “kerouaksiano” aparece The Lion in Love?
Los conocía de Buenos Aires y, como sabía que en Madrid estaban pasando cosas, fui a chuparles un poco las medias para que me involucren en sus proyectos de bandas. Logré tocar con ellos sin medir los riesgos económicos. Estaba acostumbrado a ganarme la vida como podía; pintaba casas, entre tantas cosas. En París trapeaba ─sin saberlo─ en la Morgue Judicial, ¡algo espantoso!
De regreso a Buenos Aires, ¿qué te esperaba?
Después de haber tocado en zapadas de blues en el Samovar de Rasputín, con Quique Weimar, Jorge Pinchevsky y el Negro Medina, conocí a Carlos Patán Vidal y Juan Valentino. Y pensé: con estos tipos voy a hacer algo. A los dos años, me armaron el disco.
¿Te vinculan mucho con Los Redondos?
Lo que se esperaba de mí era una feta de Patricio Rey, clara, lisa y llanamente. Tendría que haber sido el primer tipo en morir por una P. Pero, para mi reconfortante sorpresa, a aquellos que venían a buscar eso, pude decirles: «¡Están invitados a retirarse, pedazos de pelotudos! Eh? ¿Ñam fri fru fre fa ri fru? Noooo, te equivocaste, macho!” –afirma entre risas. En un momento dado, me llama uno de los músicos y me dice: vení a ver esto. Y leo en la pared del bar donde tocamos «¡Aguante los Redondos y el jazz!» Listo, misión cumplida. Logramos abrirle la mente a la gente.
A la hora de cantar en castellano, ¿puede que tengas una similitud con Javier Martínez?
Sí. Por eso no canto en castellano. Javier Martínez es un referente inevitable, ya no se canta como él.
¿Crees que el funk va mejor con el idioma inglés?
El inglés entra de pelos, queda a la perfección. Yo vivía en Europa y hablaba con franceses, belgas, italianos; también en inglés, por ende, escuchaba música en inglés. Eso no implica nada. Más que todo va por el lado de la libertad, la manera en que te sientas cómodo. Hay que hacer lo que el cuerpo te pide. Entiendo que el artista tiene que abrir tranqueras. A mí, por ejemplo, me resultó interesante saber que decían las letras de El lado oscuro de la luna, y eso me llevó a aprender por las mías. Tengo dos años del secundario pero tuve la curiosidad de saber idiomas. La gente escuchaba cómo pronunciaba el inglés. Y la verdad, como el orto ─afirma, mientras da una pitada a un cigarrillo rubio─; pero te aseguro que en las cárceles del Estado y en las calles me arreglaba perfectamente.
¿Qué opinás de los músicos de antes y de hoy?
La gente que critica, me gustaría que salgan del placard y vayan con sus novias a ver a Javier Martínez, Alejandro Medina, Litto Nebbia. O, ni que hablar, a Charly García. Voy al show de Martínez y me dan ganas de morirme, van treinta personas. O Jorge Pinchevsky, que no saben quién es. Gente poderosísima que abrió el camino cuando no había nada. Pienso también en Queen, que no estaba en el clisé de Pomelo. Cuando el rock salió a la calle invadió el mundo de los caretas, ¿entendés? Me acuerdo que mi madre me tapaba los ojos cuando Elvis movía la pelvis. Y eran pilares, todavía suenan de puta madre.
¿Crees que se perdió el poder de innovar?
Desde luego hoy no puede tener el mismo power. Yo creo que hay una gran veta. Veo que todo el mundo hace música. Escucho mucha música electrónica. Ahora, no entremos en el debate de si es o no música, andá a tocar la criolla a la tumba del Che Guevara y no me rompas los huevos ─dice mientras sonríe─. Es una evolución, hay que tomarlo como herramienta. Muchos pendejos muy piolas hacen cosas increíbles dentro de una gran gama de sonidos. Es brutal. Hay bandas con pibes de 26 años que la parten ─señala a sus músicos que están en la mesa de atrás─. Sobre todo ese ─dice, apuntando al bajista de su banda Funky Torinos─. Son unos irrespetuosos de la mediocridad.
¿Cuál es tu experiencia con Marcelo «Gillespie» Rodríguez?
Tenemos una operación conjunta. Con el grabé Ultra deforme, le presté a los Funky Torinos de esa época. Con Gillespie está todo más que bien, es un hermano del camino.
¿Cómo te trata la gente en el interior?
En Córdoba soy casi como el Mono Giménez –sonríe. Toqué con La Mona, que tiene más rock and roll que varios «palmolives» que conozco. Viajo seguido para allá, dicto clínicas y hago algunas fechas.
Miguel Abuelo tuvo una carretera similar a vos, pero anterior. ¿Qué opinas de él?
Muchos preguntan si éramos gays, y yo digo que sí. Porque me re cogió la cabeza sin sacarme la ropa. Gente fuera de serie. No se fabrican más esos hijos de puta, como Skay, Pischesky… Abría la boca y quedabas fascinado. Una vez Spinetta dijo que Miguel Abuelo vivía colocado. Era un artista de la noche a la mañana. De él aprendí ese humor profundo. La gente que no tolera el humor, no es gente con la que yo vaya a tratar. Me hiciste acordar de un texto que se llama Carta a mí mismo o frases como esta: «no me lloren, crezcan». Y es algo parecido a Himno de tu corazón: «la vida es un libro útil para aquel que puede comprender.» Estábamos pelotudeando, Miguelito tenía un espíritu hincha pelotas y, al final, quedó grabado.
A la hora de encerrarte en un estudio, ¿cómo laburás?
Soy medio franela-dependiente. Sin amigos, no me divierto. Cuando tengo algo en la cabeza, trato de que se lleve adelante. Tiene que estar firmado por mí. Con esto quiero decir que a las ideas hay que respetarlas. Y claro, cada uno es una pieza fundamental en lo que estamos haciendo.
¿Te sorprendés de algo que hayas vivido?
Todo me pareció justo y necesario. Muchas cosas las viví más estupefacto que contento. Soy un virginiano bastante frío, no llegué a pedir que me pellizquen. Tengo la perspectiva y puedo decir que estuve ahí o allá. Quizás hice una mierda, pero estuve ahí. No cambio un fracaso mío por ningún gran éxito de Valeria (re)Lynch.
Luego de casi una hora de charla, Willy se tiene que ir a tocar. Nos abraza e invita a quedarnos en su show, merecedor de aplausos por mucha gente joven que está a la espera de una bocanada eterna de funk. Antes de irse, le hacemos una última pregunta.
¿Qué es lo que se viene?
Con 50 años, todo está por empezar. Tengo sexo a la antigua, con la polla tiesa. Y tengo músicos que son unos monstruos, unos buenos hombres que me acompañan.
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Carolina Mercedes Calcagno es Comunicadora Social, egresada de la Universidad de Buenos Aires. Formó parte de varios programas radiales en FM de Buenos Aires y sus cuentos fueron seleccionados y premiados en diversos concursos literarios. En 2015 publicó el libro Tanguito…allá a los lejos puedes escuchar (Nuevos Tiempos). Actualmente escribe para el diario La Tercera, el periódico juvenil Yo soy La Morsa y el portal en línea Buenos Aires Eye.