Ezequiel Adamovsky analiza el emprendedurismo macrista, base del “cambio cultural” que se pretende desde el gobierno.

Foto portada: Cuarto Poder, Salta.

Una expresión del léxico macrista ejemplifica como ninguna su vocación de ser una fuerza de cambio y la importancia que le dieron a los eventos de 2001 a la hora de diseñar su estrategia política. Esa expresión es “cambio cultural”. Durante la campaña electoral Macri la utilizó todo el tiempo para distinguirse del kirchnerismo: “Ellos van por la continuidad, nosotros por un cambio cultural”. Ya al frente del gobierno siguió insistiendo: el cambio que viene a proponer el PRO “no es económico, es cultural”. ¿A qué se refiere?

Algunos indicios permiten inferirlo.

Ante todo, está claro que significa un cambio profundo en el sistema de valores. Hernán Lombardi explicó la cuestión con mayor detalle. En una entrevista de julio de 2016 afirmó: “No vamos a cambiar hasta que no hagamos un cambio cultural, donde redefinamos la relación entre los individuos, la sociedad y el Estado, donde redefinamos cómo vemos el pasado para proyectarnos en el futuro, en cómo nos respetamos los unos a los otros, como volvemos a la cultura del esfuerzo” (1).

Redefinir los vínculos entre individuos, sociedad y Estado es crucial, y en eso el neoliberalismo que propone este gobierno es diferente del de los años noventa. En la base del “cambio cultural” que imagina el PRO no hay meros individuos ocupándose cada uno de su propio bolsillo. Por el contrario, su visión del mundo incluye un módico interés “espiritual” que complementa lo material. Y aunque tenue, también una cierta idea de comunidad, de ciudadanía entrelazada.

“En la base del “cambio cultural” que imagina el PRO no hay meros individuos (…) Por el contrario, su visión del mundo incluye un módico interés “espiritual” que complementa lo material. Y aunque tenue, también una cierta idea de comunidad”.

Pero es una comunidad muy diferente de las que aprendimos a añorar: la imaginan “descolectivizada”, es decir, sin estructuras que vinculen y protejan colectivamente a las personas, sin mecanismos que las incluyan a todas o que aten la suerte de cada uno a la de los demás. Y, sobre todo, sin rasgos culturales o políticos distintivos. Sin otra vocación que la de dejar que el mercado organice la vida en conjunto. El habitante ideal de esa comunidad imaginaria no es el individuo egoísta y cínico que compite contra los demás, sino el “emprendedor”. Esa es la figura protagónica del cambio que el PRO viene a proponer.

El emprendedor es aquel que tiene iniciativa, responsabilidad, capacidad de trabajo en equipo. Es el que pone su energía positiva en superarse a través del esfuerzo. No es el hombre que es lobo del hombre: por el contrario –desde este modo de imaginarlo– es el que coopera con otros, el que “arma equipo”, el abanderado de las innovaciones y la tecnología que prometen llevarnos a todos a una vida mejor. No acepta formar parte de un “pueblo” (en el sentido político del término), pero aun así arma comunidad con otras personas y reconoce la necesidad de entablar con ellas un vínculo ético, de respeto mutuo.

La ideología del emprendedurismo no es invento macrista: surgió hace unos cuantos años como parte del arsenal discursivo del neoliberalismo a nivel mundial. Vino de la mano de los proyectos de “flexibilización” laboral: a quien quedaba desempleado, se le ofrecía como horizonte convertirse en “emprendedor”. Ser su propio patrón. Desde hace tiempo hay agencias internacionales que se ocupan de difundir esa visión por todas partes, en un empeño por imbuir la sociedad, la cultura y la política con sus valores.

En Argentina es bastante reciente.

Foto: Aninoticias

El diario La Nación, algunas universidades privadas y empresarios locales se habían interesado por ella algo antes, pero su difusión masiva está intrínsecamente relacionada con el surgimiento del PRO. Desde su llegada al poder en la ciudad de Buenos Aires, en alianza con ONGs internacionales y escuelas de negocios, el macrismo viene poniendo grandes empeños en difundir el “espíritu emprendedor”: estableció un “día del emprendedor”, montó la academia “Buenos Aires Emprende” y financió numerosos eventos y programas específicos. Hasta la política social comienza a ser repensada como una cuestión de fomento del “emprendedurismo social” (se creó un centro para ello en la villa 1-11-14).

Además, el principal referente del emprendedurismo en Argentina, Andrés “Andy” Freire, fue designado Ministro de Modernización del gobierno porteño. Durante 2016 la ciudad de Buenos Aires estuvo tapizada de carteles grandes y pequeños, invitando a la gente a “animarse a emprender” y las redes sociales difundieron copiosamente mensajes similares. Nadie había escuchado hablar del emprendedurismo hace quince años, y de pronto parecía la respuesta a todas las preguntas (2).

“El habitante ideal de esa comunidad imaginaria no es el individuo egoísta y cínico que compite contra los demás, sino el “emprendedor”. Esa es la figura protagónica del cambio que el PRO viene a proponer”.

El emprendedurismo, además, es el eje central de las políticas educativas del PRO. Esteban Bullrich –ministro de educación de Macri en la Ciudad de Buenos Aires y luego en la Nación– es un verdadero adalid de esa doctrina. Imbuido de una visión empresarial por su formación como administrador de empresas, se esforzó en llevar el “espíritu emprendedor” a las escuelas secundarias porteñas, con encuestas y actividades entre los estudiantes (en 2015 anunciaron la intención de introducir la materia “Emprendedurismo e Innovación” en los programas oficiales) y se propone hacer lo mismo en todo el país.

La “revolución educativa” que tiene en mente consiste en enfocar la educación pública a la formación de emprendedores y de “recurso humano” flexible, capaz de adaptarse a las necesidades de las empresas en un mundo cambiante. Como él mismo afirmó en 2016: “tenemos que educar a los niños del sistema educativo para que hagan dos cosas: o que sean los que crean y generan empleos, o crear argentinos que sean capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla”. Se trata ni más ni menos que de habituar a los jóvenes a la inseguridad laboral permanente, embelleciéndola como si en realidad fuese un escenario de oportunidades para desarrollar su inventiva a la hora de sortear dificultades. O dicho de otro modo, compartir el ethos emprendedor incluso si uno es un trabajador con un sueldo magro y sin ningún derecho. Según sostuvo Bullrich entonces, y aunque no se entienda de qué manera, ese cambio contribuiría a asegurar la “igualdad de oportunidades”. El propio Macri se manifestó enteramente de acuerdo con la idea de que la escuela pública debe “estimular el espíritu emprendedor” en los niños y adolescentes (3).

“El emprendedurismo, además, es el eje central de las políticas educativas del PRO. Esteban Bullrich –ministro de educación de Macri en la Ciudad de Buenos Aires y luego en la Nación– es un verdadero adalid de esa doctrina”.

Como en todo lo demás, en el interés del PRO por el emprendedurismo se nota el impacto de 2001. La crisis de entonces obligó a millones de personas de sectores medios y bajos a buscarse un sustento alternativo al del salario. Ante la debacle económica y la falta de respuestas del Estado, había que rebuscárselas de algún modo. Así, entre las experiencias de autoorganización que marcaron aquella coyuntura, también se contaron las múltiples formas de autogestión económica que desarrollaron las clases bajas para sobrevivir. Mientras el mercado colapsaba, por todas partes surgieron empresas recuperadas, redes de trueque, cooperativas, ferias alternativas y formas de producción e intercambio no-mercantiles. En el pico de la crisis, literalmente millones de personas obtenían sus magros (pero únicos) ingresos a partir de alguna de esas formas de economía autogestiva.

Desde el punto de vista político, eran experiencias ambivalentes. Por una parte, se trataba de hombres y mujeres buscando ser autónomos a la hora de producir mercancías o recursos monetarios para sí. Pero, por la otra, no era un impulso que fuese inevitablemente individualista. Porque una fábrica recuperada, un nodo de trueque, el comercio solidario, participaban de maneras novedosas de reconectar el mundo popular, astillado por el fracaso del mercado. Era ponerse a producir pan como parte de un movimiento piquetero. Era fabricar cerámicas pero también organizarse para exigir una ley de expropiación de la empresa autogestiva. Era discutir alternativas al capitalismo junto con otros mientras se intercambiaban bienes con o sin mediar dinero. Y sobre todo, era vincularse con otras organizaciones populares para expandir la solidaridad o para defenderse de los ataques. Dicho de otro modo, la voluntad de mejoramiento individual y las actitudes “empresariales” que surgían por necesidad en esos años, se combinaban con lazos colectivos (familiares, territoriales, políticos) y, con frecuencia, con ideas anti-mercantiles.

Foto: Noticias Cuyo

La ideología del emprendedurismo buscó intervenir precisamente en esa ambivalencia, para aislar los impulsos “empresariales” y retirarlos de las redes colectivas y políticas de las que venían participando. Los valores de la “cultura emprendedora” ofrecían un marco interpretativo diferente para esas iniciativas económicas populares. Era como un lenguaje nuevo, que invitaba a que las personas no conectasen sus experiencias y expectativas con las de otras personas de su misma condición social, ni con reivindicaciones más generales, sino con las de los sectores medios y las clases acomodadas (y además, de manera “despolitizada”). El ideal del emprendedor ponía a disposición de todos, incluso de los pobres, la fantasía de no depender de nadie, de convertirse eventualmente en empresario. Porque “emprendedores” son todos, desde la mujer que vende limones en la calle, hasta el dueño de una compañía que cotiza en la bolsa. A todos se invita a participar de un mundo meritocrático en el que cualquiera puede alcanzar el bienestar si se lo propone (por su propio esfuerzo privado, antes que por la acción política colectiva o a través de derechos garantizados por el Estado). Lo único que había que hacer era “liberar las energías” que ya estaban latentes y eliminar obstáculos legales y políticos. Con eso solo, la utopía emprendedora parecía al alcance de la mano (4).

Desde muy temprano el movimiento del emprendedurismo identificó la potencialidad política de la situación. En 2003, una de las agencias internacionales pioneras en ese ámbito realizó un relevamiento que indicaba que la Argentina ocupaba el puesto 5 en el ranking mundial de países “emprendedores”. Traducido en términos empíricos, eso quería decir que el 14% de la población económicamente activa estaba involucrada en algún emprendimiento económico.
El porcentaje se había duplicado luego del año 2000, llevando al país a un número similar al de las naciones más desarrolladas aunque, a diferencia de éstas, buena parte de nuestros “emprendedores” lo hacían urgidos por la necesidad y en actividades de subsistencia e ingresos magros (5). ¿Podía seducirse a esas personas con una visión que las alejara de los lazos políticos y colectivos del mundo popular, para acercarlas en cambio al ethos empresarial? Esa fue precisamente la misión del emprendedurismo.

“Alfonso Prat Gay fue uno de los primeros en advertir la potencialidad del emprendedurismo (…) En 2009 (…) salía en defensa de La Salada, la feria ilegal que había crecido de manera autogestiva en el Gran Buenos Aires”.

En esos años, se difundió incluso la expresión “emprendedor social” para nombrar a quienes ponían su trabajo para mejorar de alguna manera la vida de los más pobres, por ejemplo, creando programas contra la desnutrición, animando iniciativas para mejorar la educación o para proteger el medio ambiente. Hasta se instituyeron premios para los más destacados de cada año. La expresión y los premios se aplicaban y repartían, claro, sólo a aquellos que hicieran lo suyo de un modo “despolitizado”. Competían así con las otras figuras del mundo popular que tradicionalmente se dedicaban a tareas solidarias: los militantes y activistas (6).

Entre los políticos, Alfonso Prat Gay fue uno de los primeros en advertir la potencialidad del emprendedurismo para “capturar”, en favor de un programa liberal, los impulsos que habían desplegado las clases populares para enfrentar la crisis. En 2009 sorprendió a todos con una columna de opinión en Clarín, en la que salía en defensa de La Salada, la feria ilegal que había crecido de manera autogestiva en el Gran Buenos Aires luego de 2002, hasta convertirse en un fenómeno económico gigante. Aunque reconocía que era un problema que vendieran mercadería de marca falsificada, que no tuvieran habilitación formal, ni pagaran impuestos, Prat Gay elogiaba lo que veía allí de espíritu emprendedor. Ese espíritu, debidamente apoyado por el Estado, prometía traer grandes beneficios para la transformación del mundo popular. Porque ofrecía una alternativa al delito y la droga –las otras actividades disponibles para un pobre, desde la mirada prejuiciosa del futuro ministro de Macri– pero también porque aportaba potenciales cambios políticos. En la última oración de la nota se percibe con toda claridad la dimensión política del elogio del emprendedurismo popular. Los emprendedores de La Salada trabajaban para no depender de la limosna ni de los planes sociales; “Los feriantes no tienen tiempo de pedir, trabajan para sacar a su Argentina adelante” (7).

La imagen de emprendedores que mejoran la vida colectiva por su actividad privada y “sin pedir” al Estado sintetiza bien uno de los sentidos centrales del “cambio cultural” al que aspira el macrismo. La comunidad ciudadana que imagina el PRO como efecto de ese cambio es algo así como la prolongación, en el espacio público, del espíritu positivo, solidario y emprendedor que debería animar a las personas en el espacio privado. “Juntos podemos” –otro eslogan clave de la campaña electoral– encapsula esta visión: la de una comunidad imaginada como un espacio sin conflictos ni intereses antagónicos, con individuos de espíritu emprendedor que buscan superarse sin culpar a nadie por sus problemas, y con un Estado que garantiza que no haya obstáculos indebidos a la realización personal (8).

(Fragmento adaptado por el autor de su libro El Cambio y la Impostura: La derrota del kirchnerismo, Macri y la ilusión PRO, Buenos Aires, Planeta, 2017)

Notas

1 «Sólo vamos a cambiar de verdad si logramos un cambio cultural», Radio Sudamericana, 5/7/2016, 

2 “Los 10 años de Endeavor”, La Nación, 27/8/2008; “Emprender en la era de la incertidumbre”, Clarín, 15/11/2013; “Descubrí todo lo que se vivió en el Día del Emprendedor”, 14/12/2016; “El apoyo a los emprendedores favorece la movilidad social”, Clarín, 3/4/2016; “Cinco prioridades de Larreta: qué planea hacer en la ciudad el jefe de gobierno electo”, La Nación, 26/7/2015; “Levantan un centro social en la villa 1-11-14”, La Nación, 13/4/2014; “De la radio y la tele a la gestión: un famoso emprendedor será ministro”, Clarín, 3/12/2015.

3 “Bullrich respaldó los proyectos de emprendedorismo escolar”, El Cronista, 29/6/2016; Bullrich en “Construyendo el capital humano para el futuro”, Panel realizado en el Foro de Inversión y Negocios Argentina 2016, 14 de septiembre de 2016; Macri en “Ciclo de Diálogo con Líderes Políticos”, Academia Nacional de Educación, 4 de agosto de 2014.

4 Véase Verónica Gago: La razón neoliberal: economías barrocas y pragmática popular, Buenos Aires, Tinta Limón, 2014.

5 “Crecimiento de emprendedores”, La Nación, 3/2/2003.

6 “Premios a emprendedores sociales”, La Nación, 30/10/2005.

7 A. Prat Gay: “En defensa de La Salada y de sus emprendedores”, Clarín, 31/3/2009. Más recientemente, un intelectual simpatizante del PRO volvió sobre el potencial “emprendedor” presente en la crisis de 2001; Luis Alberto Romero: “Se necesita entusiasmo para salir de la crisis”, La Nación, 5/1/2007. Debe decirse, sin embargo, que algunos peronistas como Eduardo Mondino (quien más adelante se acercaría al PRO) también manifestaban visiones “emprendeduristas”; véase E. Mondino: “Nuevos desafíos de una Argentina que cambia”, La Nación, 19/2/2004.

8 Sobre la figura del emprendedor véase Gabriel Vommaro y Sergio Morresi: ‘Hagamos equipo’: PRO y la construcción de la nueva derecha en Argentina, Los Polvorines, UNGS, 2015, pp. 138-40.

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Ezequiel Adamovsky
Doctor en Historia por University College London (UCL) y Licenciado en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Es Investigador del CONICET y profesor de la Universidad Nacional de San Martín y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es autor de los libros Historia de la clase media argentina: Apogeo y decadencia de una ilusión, 1919-2003 (Buenos Aires, Planeta, 2009) e Historia de las clases populares en Argentina, de 1880 a 2003 (Buenos Aires, Sudamericana, 2012); entre otros. En 2009 fue distinguido con el James Alexander Robertson Memorial Prize, en 2013 con el Premio Nacional (Primer premio categoría historia) y en 2016 con el Premio Bernardo Houssay.

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