Que el mexicano Antonio Ortuño sea un escritor en boga no se debe a la suerte ni a la casualidad. Enterate por qué.
Antonio Ortuño es parte de la nueva generación de escritores latinoamericanos. Nacido en Zapopan y criado en Guadalajara (Jalisco), este mexicano de 42 años tiene la modestia intelectual de quien sabe que lo mejor de su producción aún está por venir. Con todo, está lejos —lejísimo— de ser un novato: lleva publicadas seis novelas (una de ellas, Recursos humanos, finalista del Premio Herralde 2007) y cuatro libros de cuentos (el último, La vaga ambición, ganador del Premio Ribera del Duero 2017). Como si fuera poco, acaba de ganar la beca de la DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico) y vivirá en Berlín durante un año, dedicado exclusivamente a crear. “Es una oportunidad extraordinaria. Berlín es una ciudad con una escena cultural impresionante, una ciudad con historia, llena de museos. Desde luego que lo que uno pueda aportar a la vida cultural de la ciudad nunca estará ni cerca de lo que se puede ganar en una ciudad como esta”.
Ortuño estuvo relacionado con los libros desde muy pequeño, pero su camino hacia la escritura no fue precisamente directo. Sus abuelos españoles (republicanos, de parte de madre) migraron a México al finalizar la guerra civil y Antonio vivió una infancia clasemediera venida a menos. En su casa no sobraba nada, excepto libros. “Mis abuelos tenían una biblioteca cada uno, mi madre era profesora. Yo me críe leyendo un poco de todo, alejado de la televisión y del fútbol, para el que siempre fui muy malo”.
“Trato de hacer un trabajo largo con el Lenguaje, buscando una escritura que no sea barroca, antinatural ni arrogante”.
Más allá de ese inicio en el que personajes como Don Quijote no eran ajenos a su vida diaria, Ortuño quiso seguir el camino audiovisual: “Mi primera vocación fue el cine, quería ser guionista y, si era posible, director”. La suerte le fue esquiva. Estuvo cerca de Guillermo del Toro, es cierto: una empresa de efectos especiales que el reconocido actor mantenía con un socio lo contrató durante algún tiempo, pero Ortuño acabó como un obrero más. “Suena muy glamoroso decir que trabajé con Guillermo del Toro, pero la verdad es que la cercanía que tuve con él fue como la que un cajero tiene con el dueño de un supermercado. Lo vi algunas veces, pero lo que yo hacía la mayor parte del tiempo era limpiar moldes, barrer el piso, revolver y hornear el látex”.
Finalmente, encontró la supervivencia en el periodismo. “Comencé muy joven, a los veintiún años, y al final el periodismo se convirtió en mi profesión durante los próximos quince. No trabajé como reportero, sino como auxiliar de edición, luego como editor y al final como jefe de redacción”. El periodismo no está necesariamente cerca de la literatura, pero el trabajo de sintaxis y corrección con esa materia prima en común que son las palabras fue un entrenamiento importante: “Revisar todos los días una cantidad inmensa de textos escritos por otros fue una escuela excepcional a la hora de revisar y corregir mis propios textos”.
Aún así, corregir suele ser una parte tortuosa en el trabajo de los escritores.
Sí, a mí me suele costar un poco más la corrección final. La parte de la conceptualización de un texto es laboriosa porque trato de planear minuciosamente lo que voy a hacer. Antes resolvía mucho sobre la marcha, pero ahora trabajo más ligado a la planificación previa, trato de tener las cosas más claras antes de sentarme a escribir. No obstante, la corrección suele ser algo más complicada, porque a veces lo que uno tenía en mente no está expresado como debería. A la hora de pulir un texto, trato de hacer un trabajo largo con el lenguaje, buscando una suerte de punto de equilibrio en el que la escritura no esté construida con frases hechas ni manidas, pero que a la vez tampoco sea barroca, antinatural ni arrogante.
Una buena corrección crítica. ¿Qué más se necesita para ser escritor?
Yo creo que una necedad por encima del promedio y una condición casi suicida. Quien escribe se tiene que tomar muy en serio mientras escribe, mientras piensa en literatura. Tiene que tomarse con toda seriedad lo que tiene entre manos, porque se va a jugar el cuello. No lo veo como una cuestión patológica, de adicción, pero sí como una suerte de necesidad expresiva que requiere su trabajo, porque cuando uno comienza a escribir, los recursos literarios que tiene a mano son muy incipientes.
Seriedad y disciplina.
Sí, incluso para las personas que tienen cierto talento para la escritura. Creo que el trabajo y la reflexión son los que realmente forman a un escritor. Un trabajo articulado, deliberado y planeado, me parece que es lo que hace la diferencia entre un amateur con cierto talento, en el mejor de los casos, o con ninguno en el más frecuente, y la posibilidad de ser un escritor en serio. Cuando doy alguna charla, suelo mostrar un manuscrito de una de las últimas páginas de una de las últimas novelas de Phillip Roth que contiene más de trescientas enmendaduras, ¡en una sola cuartilla!: un escritor consagrado, con cuarenta años de una carrera espectacular, que se toma ese trabajo, es definitivamente una persona que se toma en serio lo que hace.
«Un trabajo articulado, deliberado y planeado, me parece que es lo que hace la diferencia entre un amateur y un escritor en serio”.
Aún antes de enterarse de “las teorías que preconizan las ventajas estéticas del plagio”, Antonio Ortuño ya se tomaba muy en serio la escritura. En el cuento El caballero de los espejos cuenta una historia de planteamiento biográfico: a los ocho años quiso ponerse a escribir y lo que mejor que se le ocurrió fue copiar El Quijote. Pero enseguida se aburrió y pensó en algo mejor: reinventarlo. Ese desafío, tomado con una seriedad máxima, no resultó ningún sacrilegio. “El Quijote no era algo remoto, yo no leía a Cervantes como si fuera el Everest, aunque tuviese la reputación bien merecida de ser la piedra angular de la literatura en castellano. En casa había varios Quijotes, mi madre escribía poesía, mi abuela también había escrito poesía, la literatura era algo cotidiano”.
La literatura casi como un juego de niños.
Por supuesto. Siempre la tomé como una fuente de diversión y placer. Si un libro me aburría, me ponía a leer otro sin remordimiento. No estaba casado con ninguno ni iba en busca del prestigio, no veía la editorial ni la biografía del autor. Si un libro me atrapaba, lo continuaba hasta el final, y si no, lo dejaba. Recién en la adolescencia empecé a leer varios libros de un mismo autor. Y eso habla un poco de la fuente de placer que significó la literatura para mí, algo que de manera un poco más refinada, mantengo hasta el día de hoy.
La historia de esa niñez cercana a los libros y alejada del fútbol y la televisión supone una soledad que para Ortuño es clave a la hora de pensar la creación literaria. Le pregunto por la “Generación Inexistente”, un concepto creado por Jaime Mesa para agrupar a los escritores y escritoras mexicanos nacidos en la década del setenta, pero Ortuño se despega rápidamente: “Me da mucha gracia cada vez que lo escucho, ya voy a hacer una campaña para que lo quiten de mi sitio en la Wikipedia”. Luego aclara: “Porque la Generación Inexistente no es un grupo de escritores, es una tonelada y media de escritores, y se refiere a una serie de revisiones sociológicas en la que lo difícil es no pertenecer a ella. Que, además, se llama de esa forma porque al ser tantos y no parecerse ni tener ningún programa en común, es una generación considerada solo en términos de edad. No tiene ningún sentido literario. Yo, con tal de no ser parte de un grupo, no voy ni a la junta de vecinos. Creo que la literatura sirve para individualizar: uno escribe y lee solo, al menos aquello que a mí me parece relevante, a diferencia de lo que ocurre en las escuelas, las iglesias y los mítines políticos, que no me gustan para nada”.
Agrupados no, entonces. No obstante sos un escritor bastante interesado en las creaciones de los colegas mexicanos de tu generación.
Sí, eso sí. Hay algunos escritores de mi generación que me agradan mucho. Emiliano Monge, por ejemplo, al que sigo bastante, o Fernanda Melchor, Guadalupe Nettel, Yuri Herrera… Hay mucha gente de los años setenta y ochenta que ha estado escribiendo cosas que me interesan. Yo soy bastante optimista con lo que está pasando con la narrativa mexicana. Quizás lo único que compartimos con los nacidos en los setenta es que no nos sentíamos cómodos con lo que habían escrito los nacidos en los cincuenta y sesenta, con su escritura elegante y sus historias ocurridas en la Viena del imperio austrohúngaro. Aunque también en esa generación hubo escritores muy buenos y realmente formativos.
¿Te ocurre lo mismo con la literatura latinoamericana en general?
Sí, claro. Además, a diferencia de algunos colegas más inclinados hacia lo estadounidense o europeo, a mí me interesa de manera particular la escritura latinoamericana contemporánea. Pienso en Juan Cárdenas y Juan Álvarez en Colombia, en Samanta Schweblin y Mariana Enríquez en Argentina, Jeremías Gamboa en Perú, Diego Zúñiga en Chile, Liliana Colanzi en Bolivia… a lo mejor no terminaría.
Alguna vez dijiste que te sentís más hijo de Jorge Ibargüengoitia que de Juan Rulfo. A primera vista, llama la atención que digas eso siendo jalisciense.
Sí, Rulfo en Jalisco es una especie de dios. Es más importante que la Catedral de Guadalajara y el Lago de Chapala juntos. Pero yo vengo de una familia de inmigrantes, que no tenía arraigo en Jalisco ni en México. Además, crecí en Guadalajara y no en el campo, nunca vi vacas más que convertidas en filetes, y no sentía esa cercanía telúrica con Rulfo que sentían otros de mi generación. Es un escritor extraordinario, pero yo me sentí más cerca de Ibargüengoitia y creo que México, un país de claroscuros y violencia, se parece más a Ibargüengoitia.
Quien escribe se tiene que tomar muy en serio mientras escribe, porque se va a jugar el cuello”.
Ortuño también es un escritor de claroscuros y ese México del que habla está reflejado en La fila india, publicada en 2013. Una novela que trata sobre la migración de centroamericanos a Estados Unidos a través de México, y que muestra la crudeza de la realidad social y política de su país. Cuando la presentó, Ortuño dio una entrevista a el diario El País, de España, que tituló con un textual: “En México somos cálidos con el extranjero siempre que sea rubio”.
¿Existe un compromiso político deliberado en la elección del tema de La fila india?
Yo elegí el tema porque una cantidad de centroamericanos que migraban a Estados Unidos comenzaron a aparecer en Guadalajara, al lado de las vías del tren. Gente que a veces pedía ayuda, un poco de agua o comida, verdaderamente quebrantada. Para mí fue una sacudida y comencé a interesarme por el tema. En un país como México es muy difícil escribir de espalda a las cuestiones sociales, es muy difícil trazar una línea entre lo que es social y lo que es político. Estamos hablando de un país con miles de desplazados, asesinados y desaparecidos: no es que simplemente las cosas van mal, es que van sangrientamente mal. Desde luego que no hay un camino lineal entre eso y la escritura, pero es difícil que esas cuestiones no se asomen de alguna manera en lo que escribo.
En 2016, veías a México con desesperanza. ¿Cómo lo ves hoy, con el cambio de gobierno?
Hay esperanza en un sector de la sociedad, un sector mayoritario que ganó las elecciones. Existe la esperanza de que se pueda salir de este orden espeluznante a través del cambio político. Yo tiendo a ser más escéptico. Creo que habrá que darle al gobierno entrante el beneficio de la duda y habrá que ver cómo le va con sus propuestas. Algunos nombres de sus funcionarios suenan bien, otros suenan horrible. Ojalá puedan cambiar México, pero la esperanza ciega es difícil. Hay muchos intereses cruzados y la manera en que está compenetrado el crimen en la sociedad no debe ser algo fácil de cambiar. Y luego hay que tener en cuenta que existe un sector que va a intentar que la izquierda se vaya del poder; ahí hay un cierto riesgo y pueden venir tiempos turbulentos.
Mientras Ortuño intuye tiempos difíciles para México, su carrera de escritor se afianza a pasos agigantados. En los últimos años su nombre apareció con fuerza en los periódicos y revistas culturales más prestigiosas, y la venta de sus libros creció al calor del mundo publicitario. Resultado de una carrera intensa y profusa, este último salto se debe en buena medida al Premio Ribera del Duero de narración breve, que ganó en 2017. Un premio que entrega al ganador nada menos que cincuenta mil euros y que ese año estuvo presidido por la escritora española Almudena Grandes.
¿El Ribera del Duero te dio la tranquilidad que necesitabas?
Desde ya que fue un premio importante. A mí, como escritor, no me molesta hablar de dinero: me gusta cobrar por escribir porque eso es lo que me garantiza no volver a la oficina. Y el premio ayudó en ese sentido. Pero lo que más me sirvió fue el reconocimiento que implica ser elegido entre novecientos concursantes por un jurado de escritores excelentes. Eso te da cierta corporeidad como escritor, y es un espaldarazo para todo ese trabajo que uno se tomó durante tanto tiempo.
Para quienes aún no te han leído, ¿qué dos cuentos tuyos mencionarías como carta de presentación?
La vaga ambición es mi libro más reciente y a la vez del que me siento más cerca. Elegiría dos cuentos de ese libro: uno que se llama El príncipe con mil enemigos, que borda sobre el azar, la tragedia personal y el humor involuntario en la confirmación de una carrera literaria, y otro que se llama Provocación repugnante, que es una pequeña fantasía en torno a un encuentro entre Walter Benjamin y Mijaíl Bulgákov, afuera de un teatro en Moscú, en los años veinte. Aún siendo distintos en lenguaje, enfoque y en la manera en que transcurre el tiempo, quien lea esos cuentos se dará una idea bastante clara de qué es lo que escribo.