El pueblo venezolano acudió a la urnas y eligió presidente hasta 2025. Desventuras sobre el trabajo y la libido en tiempos electorales.
Sus compromisos como redactor habían ido cediendo la condición de “inaplazables” bajo la presión que implicaba estimular el voto joven para el operativo electoral de las presidenciales del 20 de mayo. Eran las más trascendentales y difíciles para lo que se llamaría esta vez Frente Amplio de la Patria: el chavismo con todos sus colores. Y faltaba solo una semana.
Las principales demandas —contener la hiperinflación, acabar con la corrupción, desarrollar la producción y la industria— fueron las principales promesas de esta nueva campaña. Revisar, rectificar y reimpulsar: el discurso de “las tres R”, como llamó Chávez a las líneas políticas implementadas en 2008 para refundar la Revolución Bolivariana. Había que elevar ese discurso al cubo para sacarlo del absurdo donde había quedado postrado por la sucesión de inconsistencias, vacío de significado. Pero como las elecciones ocurrirían bajo la amenaza norteamericana de una “intervención humanitaria” —pretexto para desaparecer de toda la región cualquier rastro del socialismo del siglo XXI—, Urguellez confiaba en que, una vez más, la fuerza iba a reorganizarse, y apostaba a que la conciencia de las bases ganada todos estos años sería tomada en cuenta por la dirigencia.
De los veinte procesos electorales celebrados en las últimas dos décadas, el chavismo había ganado dieciocho. En casi todos, Urguellez había trabajado como diseñador de marketing político del oficialismo en los spot de las campañas; esta vez lo hacía como gerente de imagen de un canal de televisión pública, donde aspiraba a tener mayor incidencia sobre los votantes.
“Las elecciones son como salir a la ventana de tu casa y ver el juego de pelota: está allí, como cualquier otro domingo, pero ocurren una sola vez al año”. Aunque nunca le interesó el deporte, esa fue la metáfora que utilizó en una de las promos para explicar la importancia del voto. A Sorella, su novia, quien también trabajaba en el canal, le había dicho exactamente lo mismo.
Lo que se escondía detrás de esa aparente tibieza era un país politizado hasta el último milímetro.
“De no entregar, esto podría marcar un pésimo precedente”, fue la respuesta que llegó al correo electrónico cuando quiso estirar una vez más la prórroga, después de dos días de retraso. Con el segundo mensaje (“Déjalo así”), entendió que su credibilidad ante el editor había terminado de erosionarse.
Urguellez había conseguido entrar en la plantilla de redactores de la única revista de crónica impresa que se mantenía en pie, recomendado por una de las plumas más renombradas del país. “La crónica con referente político debía renovarse”, decían, y él se sentía parte de ese compromiso. Sus expectativas y las de sus compañeros de la revista eran altas, pero el cansancio le obnubilaba las ideas y atentaba contra la brevedad y el estilo de su relato.
El éxodo de diseñadores, animadores gráficos y periodistas hacia el mercenariato freelancer era también un camino directo al ostracismo de un mercado laboral gris: llevarle la cuentas de las redes a un odontólogo en Buenos Aires paga en un mes más que dos años a horario completo en la administración pública venezolana, pero no asegura ningún tipo de estabilidad ni protección social.
En un país en guerra hay que saber flexibilizarlo todo, incluso los horarios de trabajo, para adaptarlos al sabotaje generalizado del transporte público. Sin aplicar mucha fórmula, patronos y empleados reconocen que un salario no sirve para mantenerse frente al alto costo de la vida, así que tener dos o tres empleos ya no es cosa de astutos y nadie se atreve a penalizarlo.
Entre el canal y la revista (un conejo a la vez) Urguellez corría, como cualquiera, detrás de una vida que no implicara tanta pasadera de roncha.
Sus aspiraciones a guionista, Sorella las masticaba detrás de cámaras, resignada, por ahora, a seguir siendo la productora estrella de la división de investigación de la gerencia de programas. El domingo de las elecciones, con la transparencia del proceso en alta definición, saboreó la adrenalina y la tensión del “en vivo” a la sombra de los cinco kilómetros de cinta led que iluminan el estudio 4.
Cuando salieron juntos del canal se quedaron en la 43, como ella había querido; costaba el doble de lo que habían pagado la semana pasada. Repetir la habitación, cuando lo conseguían, les procuraba cierta sensación de estabilidad doméstica que no incluía la posibilidad de cocinar. La llamaban residencia en vez de hotel para maquillar un tanto la realidad que los agobiaba. O cogían o comían: difícilmente alcanzaba para las dos cosas.
Desde que trabajaba en la revista, Urguellez se registraba en la ficha de ingreso como escritor. Era su forma de descargar una cuota de existencialismo en la recepción de los hoteles que frecuentaban —es un lujo ser existencialista en medio de una guerra— y aunque le parecía una excentricidad, se sentía más cómodo que como diseñador de marketing.
El fantasma de las estadísticas y los pronósticos respirándole en el cuello durante todo el día le habían tirado la libido por el piso: a Sorella le prometió todo, o casi todo, después de los primeros resultados.
Pasadas las diez de la noche llegó el boletín. Lo vieron en un televisor analógico empotrado en la humedad de una pared azul añil: “Con el 92,6% de transmisión y una participación del 46,01%, con 20.527.571 electores y electoras inscritas, con un total de 8.603.936 de votos válidos…”. En el edificio ocupado de enfrente y en el urbanismo de la Gran Misión Vivienda, una cuadra más abajo, se oyeron gritos de celebración: el triunfo “irreversible” de Maduro garantizaba la continuidad del proceso hasta 2025.
El voto duro del chavismo se había hecho sentir, ratificando que en Venezuela se llevan a cabo las elecciones más escrutables y transparentes de todo el planeta.
Para Sorella y Urguellez fue la confirmación de que la certeza política es casi un acto de fe. Confiar en que las cosas pueden ir mejor, saber que la suma es de contarse más no de medirse, corroborar que hay muchos otros que, como ellos, siguen creyendo más allá de los errores y las cagadas: celebrar que el pañuelo rojo al cuello que junto al resto de la ropa ya empezaban a quitarse, es un símbolo de unión, lucha y resistencia.
El día siguiente a las elecciones nunca se trabaja, por decreto. Claro que eso no cuenta para las camareras de los hoteles de alta rotatividad, que tocan la puerta antes de la una porque hay que desocupar la habitación.
muy bueno….