Osvaldo Bayer es una leyenda viva. Detrás de él, sin embargo, hay historias que no se mencionan en sus entrevistas típicas. Federico Acosta Rainis quiso bucear en ellas.
Fotos Ariel Vicchiarino
—Estaba convencido de que llegábamos a las elecciones— le dice furioso al colega del diario Clarín sentado del otro lado de una de las mesitas de la confitería El Molino, en Callao y Rivadavia —, pero estos hijos de puta no dan respiro.
Es abril o mayo de 1976 y hace unos meses Osvaldo Bayer volvió de Alemania, donde se exilió amenazado de muerte por la Triple A; volvió luego de que Isabel Perón decidiera adelantar para noviembre de ese mismo año los comicios que debían realizarse en 1977, con el objetivo de impedir el golpe. No alcanzó. Para regresar al país, el escritor se quiso dar un gusto y eligió el 18 de febrero, la fecha de su 49º cumpleaños. El regalo le duró poco y ahora piensa que deberá partir otra vez.
Un camión militar que viene por Callao se detiene a pocos metros de la esquina, delante de una amplia librería. De la caja descubierta descienden una decena de soldados rasos y un teniente que no llega a los treinta años. Todos portan armas largas. Se ve que el ritual ya es cosa repetida porque el superior ni siquiera da la orden: un grupo se queda en la vereda vigilando y el resto entra al local, donde las mesas alargadas exhiben miles de ejemplares nuevos y usados.
Ocurre algo inédito. El teniente recorre pasillos y como nunca antes se apasiona por la literatura: Benedetti, Portantiero, Galeano, Bakunin, Viñas, Freire, Neruda, Puig, Fromm, Bornemann. Y también por el Severino di Giovanni del propio Bayer, que ante el pequeño revuelo de curiosos que se armó en la vereda de enfrente, apura el café y se acerca, anónimo, a observar la cacería. El oficial señala “este, este, este” y los conscriptos reemplazan las armas por pilas de libros que vuelan por el aire y se estampan contra el piso de la caja del camión. La pila crece y crece, alguna que otra hoja se pierde por la avenida.
Bayer traga saliva y observa atónito la destrucción de la palabra, la muerte de la cultura; siente pena por los soldaditos que, luego, en algún cuartel, harán de todo aquello una enorme hoguera. Los transeúntes se aburren y vuelven a apurar su paso. El anarquista se queda pensando que un ejército que quema libros jamás puede ganar una guerra.
Osvaldo
Libros. Eso es lo que ha obsesionado durante toda su vida al viejo que, cuatro décadas más tarde, conversa conmigo en un living mal iluminado y plagado de objetos. La mayoría son libros. El living no es pequeño, pero la increíble cantidad de volúmenes achica todo a su paso: se acumulan en una biblioteca tan larga como el cuarto, en la mesa que está detrás del sofá, en montones que brotan aquí y allá. Y también recortes, pinturas, fotos, cuadros, dibujos, diplomas y un largo etcétera de cosas apoyadas en muebles o colgando de las paredes, que no parecen seguir orden ni lógica alguna.
Estamos en el Tugurio, el lugar en el mundo donde seis meses al año se refugia Osvaldo Bayer.
La vivienda de Belgrano fue casa de la infancia, luego casa de reunión y debate con los amigos —Soriano, Viñas, Rozitchner, Cossa— y hoy es casa a la que cualquiera puede acercarse y, con algo de suerte, encontrar al irreversible libertario dispuesto a compartir una charla y saborear un vaso de whisky o de Campari. Alguno dirá que es de buena madera, su hija Ana opina que es por lo cabeza dura, pero a los ochenta y nueve Bayer todavía camina, proyecta y resiste, aunque cuente que a veces las entrevistas se le hacen demasiado largas.
—No me quejo; me gustan pero me cansan— aclara enseguida.
Hoy está impecable: pantalón de vestir caqui, camisa blanca perfectamente planchada, anteojos doblados en el bolsillo, zapatitos náuticos. El contraste con el desordenado escenario lo favorece y resalta aún más su prolijidad. En la cara, cuello y brazos se ven las manchas que acumulan los años y cerca de su muñeca izquierda asoma una curita que pareciera querer esconder.
Antes de investigarlo para la nota, de Bayer sabía lo básico: historiador, periodista y figura del anarquismo libertario, desde la época del exilio con un pie en Alemania y otro en Argentina, autor de La Patagonia Rebelde, referente en la lucha de los pueblos originarios. No había recorrido sus libros, ni conocía su biografía.
—Es una leyenda viva— sentenció el amigo que, cervezas de por medio, me recomendó la entrevista.
Cuando recuerda al Che Guevara, a quien conoció en La Habana en 1960, Osvaldo Bayer cuenta que el guerrillero tenía una capacidad innata para seducir: quienes lo escuchaban quedaban embobados con su figura. Los hombres que cargan con una larga historia de lucha apapachan: su voluntad es tan grande que pareciera inundar el aire circundante y doblegar el espíritu de quienes se hallan cerca. Con el anciano ocurre algo similar. Cuando responde las preguntas me clava sin piedad su mirada azul y me siento obligado a sostenerla, mientras pienso cómo hacer para, además, observar la escena y registrar algunos detalles.
—¿Qué es para usted el periodismo?
—Una profesión de las mejores. Uno tiene la responsabilidad de informar la verdad de lo que ocurre. A mi me fue muy mal en los diarios porque siempre busqué ese fin. Pero estoy muy contento porque conocí la ciudad, conocí a la gente, conocí a los obreros, conocí los distintos sectores de la sociedad. Me ayudó a tener un estilo muy claro que entiendan todos y no uno difícil que solo comprendan algunos intelectuales.
Una forma posible de definir a Bayer es como un viajero incurable con la maravillosa habilidad de sumergirse por completo en los mundos sociales más disímiles. Ese nomadismo que lo atraviesa fue doblemente forzado: por gobiernos y militares que lo amenazaron de muerte, y por su propia naturaleza de curioso tenaz que lo llevó a indagar por igual entre calles y bibliotecas, entre caseríos y ciudades, entre ciudadanos de a pie y autoridades.
El tipo hizo verdaderamente de todo: vivió y estudió en la penosa Alemania de la segunda posguerra; fue amigo de grandes como Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Eduardo Galeano; escapó por un pelo de los militares; denunció por toda Europa la tragedia de los desaparecidos; investigó, escribió, filmó, actuó; recorrió la Argentina dando conferencias, auspiciando charlas, impulsando campañas. Y asegura que no se arrepiente de nada, pero que tampoco logró demasiado.
—Porque el mundo sigue lleno de injusticias— remata con tristeza —, muchos han reconocido mi trabajo, pero el mundo sigue exactamente igual.
Cuando dice “lleno” antes que en el todo piensa en la suma de las partes. Es que en sus escritos hay un culto a esas historias mínimas, casi anónimas, que atestiguan que existen mundologías otras que exceden por mucho a la monolítica historia oficial. Y también hay una fe absoluta en los universos marginales, allí donde la vida brota, florece y se pudre con rapidez, donde las mayorías abandonadas a su suerte, fusibles de la desigualdad social, se gastan los días casi sin darse cuenta, resistiendo ante fuerzas demasiado colosales, demasiado instituidas, demasiado incomprensibles. Bayer, entonces, junta denuncia y bronca y las combina con un enorme amor al ser humano. La contradicción se le nota a la legua: quiere aniquilar el sistema pero jamás podría empuñar un arma porque es un declarado pacifista.
Tal vez esa es la razón por la cual se ocupó de desagraviar en una minuciosa y extensa biografía al que bien podría ser su alter ego justiciero: Severino Di Giovanni, un italiano libertario que vino a parar a Buenos Aires en los veinte del siglo pasado y defendió con la pluma, a la vez que practicó con el ejemplo, el uso de la violencia individual como respuesta a la opresión del capital. Como a tantos otros, le fue mal: excluido por las corrientes legalistas del anarquismo y perseguido por el gobierno, el joven insurgente terminó frente a un pabellón de fusilamiento un mes antes de cumplir los treinta años, gritando “¡viva la anarquía!”. En su investigación, Bayer logró plasmar la pasión por la vida y la libertad que corría en las venas de Di Giovanni y rescatarlo del lugar oscuro que le había asignado el relato oficial.
El anarquismo supo ser un movimiento que nucleaba a millones de obreros en todo el planeta pero hoy tiene un sabor casi trasnochado: también en la batalla por el sentido son siempre los vencedores quienes imponen su perspectiva. El historiador cree que hay tres razones que explican la declinación del movimiento: la falta de medios y herramientas que enfrenta a la hora de difundir sus ideas, el aburguesamiento traicionero del gremialismo y, en nuestro país, un peronismo que “con sus disposiciones terminó con la izquierda”.
Ana
Cuando llega de la calle su hija Ana y nos saluda con un gesto silencioso antes de retirarse al patio, ya hace media hora que el viejo habla con su voz lenta y profunda. Del pasado, del presente y del futuro, del poder de los medios, de Rodolfo Walsh, del exilio, de los pueblos originarios, de cómo fue cambiando el barrio de Belgrano.
Aunque Bayer imagina un futuro luminoso con “un movimiento que retome las ideas de socialismo y libertad, por fuera del capitalismo”, algo triste y desesperanzador revolotea como un murciélago en el living del Tugurio. Porque está lúcido, sí, pero chasquea la lengua con un tic involuntario, recurre a frases cortas, repite ideas y, para plantársele porfiado a la memoria, se refugia en anécdotas que ya ha contado decenas y decenas de veces. Cuando dentro de unos días le confiese a Ana que muchas de las entrevistas a su padre me resultaron parecidas, ella dirá:
—Son todas iguales. Un poco porque siempre le hacen las mismas preguntas, y otro poco porque él tiene dos o tres battute (en italiano: frases hechas) y las va diciendo. Nosotros lo cargábamos: cuando íbamos a alguna reunión mi mamá Marlies decía: “Vamos por la quinta, ahora viene la sexta”. Porque él iba a contar la sexta anécdota, y después la séptima, y después la octava. Y ahí terminaba.
Ana es la más chica y la única mujer de los cuatro descendientes de Bayer. Profesora de danzas y artista multifacética, desde hace una buena cantidad de años vive en Treviso, una ciudad del norte de Italia pero viaja con frecuencia para visitar a su papá.
La pegajosa tarde que nos juntamos en una plaza a pocas cuadras del Tugurio, viste sencillo: camisola flojita azul, pantalones blancos, hawaianas rojas. Me pregunta para qué voy a usar la grabación porque dice que no le gusta su propia voz. Es el dejo italiano que se le cuela en el acento y le recuerda que, como todo inmigrante, carga con preguntas que jamás van a tener una respuesta definitiva: a qué lugar pertenece, cuáles son sus raíces, qué hubiera pasado si.
La hija suspira; hoy está enojada con el padre. Ella dice po-dri-da arrastrando cada sílaba y, para que quede claro, se acerca al grabador, pero enseguida se vuelve a reír como avisando que no va tan en serio. De entre los hermanos es la que tiene mejores vínculos con su progenitor, aunque la relación no está exenta de cortocircuitos.
—Es muy taimado: si hay algo en lo que yo intervengo, lo descarta— explica. Y cuenta una anécdota fresca.
Hace un tiempo el escritor Norberto Urso entrevistó varias veces al historiador y con ese material armó un libro sobre su vida. Mientras Ana estaba aún en Italia, Urso se comunicó con ella para organizar una serie de presentaciones por la costa bonaerense. Cuando llegó al país se lo dijo a Osvaldo.
—Papá, anotá: vamos a Santa Teresita, a San Clemente y a Dolores.
—¿Para quién es?
—Para Norberto Urso.
—¿Y a ese quién lo conoce?
—Es el que escribió el libro.
—¿Qué libro?
—Ahora te lo traigo.
—No importa. No voy a tener tiempo, no lo voy a poder hacer— dijo el tozudo anarquista y dio por cerrado el tema.
Días más tarde, Urso llamó al Tugurio para confirmar los encuentros. Ana probó cambiar de estrategia y le pasó el teléfono directamente al anciano.
—Hola, ¿quién es?
—Hola Osvaldo, soy Norberto. ¿Vamos a organizar lo de San Clemente?
—Perfecto, ahí estaré— aseguró Bayer y colgó el aparato.
—¿Ahora te vas a ir a San Clemente?— preguntó la hija, algo indignada.
—Sí, me voy solo.
—Pero mirá que te puedo ayudar…
—No, no, no. Me voy solo.
Increíble, dice Ana. Toda la vida se manejó así: sin secretarios ni asistentes. El problema es que ahora la memoria ya no es la misma y Osvaldo toma mucho, come poco y cada dos por tres se cae. Pero no quiere saber nada con que lo auxilien. Hace unos días se pasó la noche tirado en el patio y cuando a la mañana siguiente llegó la hija, tuvo que salir a la calle y pedirle a un muchacho que pasaba que la ayude a levantarlo.
Marlies
Increíble, repite Ana. Y asegura que cuando a su mamá le ocurría algo parecido “se rompía todo”. Marlies falleció recientemente en Alemania. Fue justo cuarenta y ocho horas después de que Bayer cruzara por enésima vez hacia Buenos Aires. Se habían conocido en una escuela de periodismo hace casi setenta años, cuando Osvaldo tenía veinte y Marlies diecisiete.
—Una mujer genial que hizo todo por él. Y no sé cómo pudo bancársela— la reivindica Ana —. Mi papá tuvo muchas mujeres, muchísimas.
Pero la única verdadera compañera, la que estuvo siempre, fue Marlies. Aunque a veces pasaran largo tiempo separados, por la intensa actividad del historiador o porque vivían en casas distintas. Ella fue la que se fue del país con los cuatro pibes, en el 74, cuando las cosas se pusieron bravas. Ana tenía entonces quince años. En Alemania, Marlies realizó múltiples changas, la mayoría muy mal pagas, hasta que encontró un trabajo que le gustaba en un instituto cultural alemán. Se fue creyendo que iban a ser dos o tres meses, pero nunca pudo volver a pisar la vivienda familiar de Martínez.
—Mi vieja siempre se calló, nunca quiso decir las cosas que le hicieron mal para no perjudicar el trabajo de mi papá. A veces yo no tengo ganas de callarme, porque creo que todo esto lo hace también un poco más humano. Él nunca llevó una vida muy familiar. Yo diría esta palabra: ausente. Ni negativa, ni positiva; es la realidad.
Para el resto de los mortales, Bayer es ese tipo que nos seduce, nos atornilla al asiento y nos atraviesa con su mirada azul, ese hombre imprescindible que mantuvo la misma línea en la persecución y en los tardíos homenajes. Para Ana, Osvaldo es papá. Nosotros podemos quedarnos con el enorme ejemplo que el anarquista lega a las generaciones futuras. Ella puede agradecer que le inculcó una enorme libertad y a la vez criticar la falta de límites, celebrar su gran humor pero asegurar también que es arrogante y autoritario. Porque necesita darle un sentido menos épico a su historia. Y también a la de su hijo, marcadas ambas por las batallas que eligió dar el libertario.
Bruno
La mañana del 5 de mayo de 2008 en Treviso garuaba y el cielo amenazaba con un temporal. En su casa, Ana Bayer estaba contenta a pesar del clima.
El día de su cumpleaños número cincuenta era un buen momento para celebrar que algunas de las cosas que la tenían preocupada habían empezado a acomodarse. Su hijo de diecinueve años, Bruno, había encontrado recientemente un colegio donde terminar el bachillerato.
Como el abuelo, su gran ejemplo, el adolescente de pelo enrulado y rebelde se inclinó por el anarquismo; como a Osvaldo, no le tocó en suerte la mejor época ni el mejor lugar para hacerlo. Porque la crisis económica, el berlusconismo pornográfico y el boom de la inmigración reinstalaron la xenofobia y el fascismo en la Italia del norte.
Con el pelo cortado al ras y un odio visceral en las tripas, en febrero de 2007 unos quince jóvenes se toparon con Bruno que volvía solo de una manifestación y lo reventaron a golpes sin justificación alguna. A los dos meses, la escena se repitió. Recreaban una historia ocurrida en otro escenario y ya contada por Bayer: casi un siglo atrás, los italianos fascistas que habían llegado a nuestro país perseguían sin tregua a sus coterráneos anarquistas por las esquinas de Buenos Aires.
Tras la segunda paliza, Bruno hizo un click:
—No aguanto al ser humano, son todos animales. No tengo ganas de nada— escupió. Y, como alguna vez había hecho su madre, abandonó el bachillerato. Pero, en realidad, lo que quería abandonar era esa ciudad irrespirable y la injusticia cotidiana del mundo.
En su computadora, Bruno solía tener de fondo de pantalla una foto de Carlo Giuliani, el anarquista asesinado por la policía italiana durante la cumbre del G8, en 2001 en Génova. La imagen de Giuliani, de 23 años, tirado en la calle, el rostro cubierto con un pasamontañas y el cuerpo rodeado de un charco de sangre, se convirtió en el símbolo de toda una generación de jóvenes antiglobalización.
En 2007 la cita fue en Rostock, Alemania. Y hacia allá partió Bruno dejando atrás a una Ana preocupada que se animó a permitirlo. En Rostock vivió uno de los mejores momentos de su vida: a los diecinueve resistió, gritó con todas sus fuerzas y, por sobre todas las cosas, saboreó la libertad. Cuando volvió a Italia, se comprometió a terminar el colegio; para eso se mudó a Trieste, a solo dos horas en auto de Treviso.
De todo aquello había pasado casi un año y, en Trieste, Bruno era feliz. Los fines de semana en que volvía de visita a la casa de sus padres, el muchacho contaba del placer de caminar por la costanera mirando ese Adriático azulísimo y tan quieto, sobre el que se echan a dormir la siesta decenas de veleros y botecitos. Del disfrute de jugar a la pelota junto a Sebastiano, su amigo y compañero de departamento. De la atmósfera tolerante de la nueva ciudad, acostumbrada desde tiempos históricos a ver desfilar por su puerto a todas las nacionalidades.
En eso pensaba Ana, a las ocho de la mañana de ese 5 de mayo de 2008 en el que cumplía cincuenta años, y estaba contenta a pesar de que el cielo amenazara con un temporal, cuando sonó el timbre. La mujer abrió la puerta y el planeta entero se le vino encima.
—Lo encontraron en la vereda, solo. Nadie vio nada— recuerda Ana, y fija sus ojos Bayer sobre el tronco de un árbol cualquiera —. Dicen que se tiró del cuarto piso.
—¿Y vos qué creés?
—Yo creo que se mareó y se cayó— responde. Y enseguida duda —. Pero ¿qué se yo? Era demasiado sensible para este mundo y cuando lo golpearon quedó muy mal. Mi hija Luna dice que con la gente que se suicida es así: es un segundo que te agarra en la cabeza y no hay explicación.
***
“¿Qué piensa de la muerte?” es lo último que le pregunto a Osvaldo Bayer en el Tugurio y por primera vez en toda la entrevista me es más sencillo apartar la mirada que sostenerla. El acto me parece absurdo: el prurito es mío, no de Bayer, que solo hace una pequeña pausa antes de responder.
—El gran misterio. La muerte y la vida son el misterio más importante que nos toca descubrir. Eso le corresponde a la ciencia: explicarnos por qué estamos acá, de donde venimos, por qué estamos vivos, por qué nos morimos. La política es muy importante pero la ciencia es la única que puede explicar esas cosas.
Lo dice con mucho interés pero sin ningún rastro de preocupación: como la esperanza en un mundo donde quepan las mayorías, el tipo conservará hasta el final la curiosidad infinita, la pasión por la pregunta, el maravillarse con todo lo que aún le queda por investigar. La tranquilidad obedece a la convicción de que la respuesta siempre llega, aunque ese instante parezca demasiado tarde.
El anarquista nos pide ayuda para levantarse del sillón y entonces nos dirigimos al patio para hacer unas fotos y despedirnos. Allí, el fotógrafo le dice que se nota que está acostumbrado a la cámara y todos nos reímos de buena gana, antes de seguir a su hija por el pasillo, angostísimo y también abarrotado de cosas, que lleva a la puerta de la calle Arcos. Al pasar, Ana me señala un retrato en la pared: es Bruno.
Ya en la vereda miro por última vez hacia el interior del Tugurio y observo la luz del patio impactando de lleno sobre el anciano que agita suavemente la mano y despliega una amplia sonrisa. Me voy pensando en la muerte: esa que Osvaldo gambeteó una y otra vez mientras contaba el final prematuro que sufrieron tantos otros.
[…] Un poco más humano […]
Es una excelente nota, muy completa. La acabo de leer luego de ver la película de Ana «Mi viejo rebelde».