En Argentina, la serie que reseña la vida de Pablo Escobar fue un éxito televisivo y acercó la historia del jefe narco a un público masivo. Omar Vera, periodista y militante colombiano, suma su análisis a una historia que acumula realidades, mitos y ocultamientos.

Por Nicolás Grande

Ilustración: Tavi Algaré

   Se vienen los minutos finales. Pablo Escobar llama telefónicamente a su hijo para dictar las condiciones que intenta imponer al Estado colombiano a cambio de su entrega. En ese momento, justo en ese momento, el cerco termina de cerrarse sobre un hombre vencido que sueña aún con recomponer su antiguo y poderoso aparato narcomilitar. Se escuchan ruidos, una explosión. Los uniformados del Bloque de Búsqueda vuelan la puerta de ingreso. Escobar mueve sus huesos, que cargan con una obesidad galopante, y busca los techos. Logra recorrer algunos metros, dispara, le disparan. Cae herido, vuelven los disparos cruzados. Pero la suerte está echada y su cuerpo recibe finalmente los dardos mortales. Según dicen los dueños de la ficción, muerto el perro, se acaba la rabia.

patron-1De esa manera termina la serie televisiva El Patrón del Mal, producida por Caracol Televisión entre 2009 y 2012. En Argentina, su reproducción en Canal 9 fue un verdadero éxito y transformó a muchos, incluido quien escribe estas líneas, en cuasi fanáticos de un producto que hasta hace poco tiempo también podía rastrearse a través de YouTube, hasta que de tanto insistir los abogados del caracol tumbaron los 113 capítulos para recordarles a todos que con el derecho de propiedad no se jode, al menos no por mucho tiempo.

Así las cosas, la personalidad de Pablo Escobar según la novela aparece atravesada por la dualidad. El mismo hombre preocupado por la educación y el bienestar de sus hijos, no carga con un gramo de culpa cuando le toca ordenar el asesinato masivo. El mismo hombre que dice tener ideas de izquierda, financia grupos paramilitares. El mismo hombre que reclama respeto por los derechos humanos para él y sus seres queridos, desprecia la vida de los otros con una frialdad que pretende volverlo inhumano. Una dualidad que reaparece cuando Pablo Escobar, en tanto jefe narco, sale de sí para relacionarse con los otros: buenos y malos, la gran fábula de las historias con finales felices para espíritus que necesitan de algunas seguridades.

¿Puede un drama colectivo explicarse únicamente desde un actor individual? Por ejemplo ¿alcanza Hitler para explicar el nazismo?, ¿los dramas colectivos son producto exclusivo de un puñado de espíritus malignos que concuerdan en un tiempo y lugar histórico determinado?, muerto el perro, ¿se acaba la rabia?

Preguntas que en el caso de El Patrón del Mal deben encuadrarse en un producto de comunicación que, como todos, responde a determinadas intencionalidades, introducidas en un formato con pretensiones de masividad que necesita del recorte para limar grandes complejidades, algo así como servir la comida y la digestión al mismo tiempo.

«Venimos de una narrativa de productos culturales relacionados con lo mismo. Un morbo terrible alrededor del fenómeno narco, pero un morbo poco crítico, es una narrativa de lugares comunes, de situaciones sangrientas, sexo, drogas y mucho dinero. Eso se fue insertando en el cine de una manera muy moralista, mostrando a los pobladores de los barrios populares de Medellín simplemente como gente descompuesta haciendo cualquier cosa por dinero, o dando una visión rosa de la vida del sicariato. Ya veníamos con veinte años de este tipo de narrativas, pero no había ingresado al mercado de la televisión. Cuando la televisión trabaja la historia, la recorta. Y estos productos buscan crear una narrativa que justifiquen cosas que están pasando ahora», reflexiona, a poco de arrancar la entrevista, el periodista y militante colombiano Omar Vera.

Desde su oficio, conoce de continuidades. Hace diez años nació El Turbión, un periódico web que surgió en el seno del Movimiento por la Defensa de los Derechos del Pueblo, con la intención de «trabajar con narrativas de internet para plantear una mirada diferente y crítica», inicialmente sobre temas relacionados con el gobierno de Álvaro Uribe y con la guerra en Irak.

Aquel proyecto, que se difundía a través de boletines digitales para un puñado de personas, hoy es recibido en los correos electrónicos de unos cien mil lectores, además del desarrollo de su página web. Continuidad de proyecto, pero también de males y resistencias que no murieron con la baja de Escobar: «Somos un medio de comunicación que trabaja la crisis de derechos humanos que se vive en Colombia y la cuestión de los movimientos sociales desde la óptica de mostrar que hay iniciativas de parte de la gente para cambiar lo que ocurre en el país. Cuando empezamos, nadie tomaba en serio a los medios alternativos, nos veían como un grupo de muchachitos jugando a ser periodistas. Con el paso de los años hemos logrado tener un rol más prevalente y hacernos sentir. El tema colombiano en cuanto a la seguridad de los periodistas es un problema complejo. Nosotros hemos recibido amenazas de paramilitares, hostigamientos de autoridades, agresiones directas fundamentalmente de la fuerza pública».

BYNLOS VERICUETOS

Pablo Escobar viaja por las rutas ecuatorianas en un pequeño automóvil. Lo acompaña su primo, amigo y socio, Gonzalo Gaviria (su nombre real era Gustavo Gaviria). Juntos hacen carne aquello del esfuerzo personal para progresar a lo grande y salir definitivamente de pobres. Le suman un componente ilegal porque intuyen que ese es uno de los principales elementos del éxito capitalista, aunque no se trate de una publicidad que los voceros del sistema estén dispuestos a difundir. Atrás había quedado el primer negocio importante que encararon juntos, vinculado al contrabando de mercaderías.

Los esforzados trabajadores van y vienen en busca de coca, materia prima para los laboratorios donde comenzarán a producir la cocaína de exportación. El negocio funciona a la perfección, crece con alguna coima por allá, algún asesinato por acá. Corren los finales de la década del setenta y las ganancias empiezan a contarse de a millones. La vida les sonríe. Aparecen socios y se va tejiendo una alianza narco y paraestatal que pasará a la historia bajo el nombre de El Cartel de Medellín. Algunas figuras públicas, pocas en apariencia, coquetean con el nuevo rico.

patron-2¿Cuál fue el contexto que acompañó el crecimiento de Escobar? ¿El de un empresariado ilícito y exitoso o el de una red con ramificaciones políticas a gran escala? La novela ofrece poco al respecto. Vera propone una contextualización: «Pablo Escobar era uno de los grandes males del país, pero empezó a ser un peligroso criminal en el momento en que un tipo venido del bajo mundo logró insertarse en las clases dominantes, al punto de ser senador de la república. Cuando dicen que Pablo Escobar sencillamente fue un tipo que se salió del control del Estado, están mintiendo, porque durante algún tiempo fue funcional a los intereses del Estado, pero cuando llegó a tener tal nivel de pugna con el sector tradicional de las clases dominantes, entraron en guerra y los perjudicados fuimos el resto de la sociedad colombiana».

Al menos desde hace varias décadas, la realidad sociopolítica de Colombia es un verdadero laberinto con caminos que se cruzan, se alejan, transitan en paralelo, se alinean para volver a distanciarse. Para un observador externo sin mapa, introducirse en ese laberinto puede resultar una travesía compleja pero sumamente interesante.

Vera amplía conceptos, complejiza y aclara. Insiste en la idea de que «Pablo Escobar no fue nunca un tipo aislado, sino que fue un empleado de quienes mandaban en el país». Su crecimiento meteórico le ofreció poder pero también la guerra, porque según Vera «ese crecimiento lo empujó a una pugna con los sectores dominantes».

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«Con la cocaína el nivel de poder de estos carteles fue enorme. Entró al país una cantidad de plata enorme, que controlaba un sector de las clases dominantes utilizando a este mundillo criminal que no eran grupos aislados. A su vez se aliaron con el Estado para acabar con las guerrillas y su base social, por eso además del crecimiento de los carteles, en aquella época crecieron los operativos de inteligencia con aniquilamientos selectivos de líderes sociales en todo el país. Eran grupos criminales que resultaban perfectos aliados para realizar lo que el Estado estaba un poco más limitado para hacer con uniformes. Todos esos factores hacen que crezca Pablo Escobar», comenta Vera.

Mientras en el norte del continente una enorme nariz aspiraba cantidades industriales de polvo blanco, distintas agencias estatales norteamericanas también jugaron un rol destacado en estos vericuetos. Al respecto, Vera explica que «hubo una intervención de agentes estatales de Estados Unidos que quisieron utilizar el negocio del narcotráfico como una forma de financiar la guerra contrainsurgente en Colombia».

Plata o plomo, en ese orden, era la fórmula de Escobar para ganar voluntades. La novela abunda en casos prácticos de ese accionar. Desfilan funcionarios y policías corruptos, empresarios inescrupulosos, personas capaces de todo por el billete verde. Aunque bastante generalizadas, las situaciones aparecen como casos aislados o levemente mancomunados. Para Vera, sin embargo, «el manejo del narcotráfico no era una cuestión accidental, que implicara descuidos del Estado para que se mandara una lancha llena de cocaína». En su explicación, aparecen estructuras completas involucradas con el fenómeno narco. Recuerda que en aquellos tiempos el luego presidente Álvaro Uribe fue director de la aeronáutica civil colombiana, encargada del control de todo el tráfico aéreo no militar en el país y que «se ha demostrado que él fue uno de los funcionarios que legalizó pistas clandestinas para que pudieran aterrizar vuelos internacionales en zonas donde efectivamente tenía el control Pablo Escobar».

Además, «se sabe claramente que hubo asociaciones entre la Policía, el Ejército y el grupo de Escobar en zonas como el Magdalena Medio (región estratégica en la comunicación del norte, centro y sur de Colombia) y para establecer los primeros experimentos de paramilitarismo moderno».

Vera hace referencia a relaciones aceitadas que significaron «una política de Estado que fortaleció al Cartel y que no buscó debilitarlo, solamente cuando el Cartel se volvió un riesgo para el poder, recién ahí lo combaten de frente con todo tipo de tácticas del terror que terminaron afectando principalmente a la población civil de ciudades como Medellín».

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La hacienda Nápoles, esa gigantesca propiedad de Pablo Escobar que incluía entre sus excentricidades un zoológico privado, fue permanentemente visitada por grandes personalidades de ámbitos diversos. Enormes fiestas coronaban la dinámica de aquellos dominios.

Para mediados de la década de los ochenta, sin embargo, esa dinámica de tranquilidad comenzó a mutar. Luego de la fugaz experiencia de Escobar como parlamentario, el laberinto se fue enredando cada vez y terminó en una guerra abierta entre el Cartel de Medellín y el Estado. Las consecuencias de aquellos años sangrientos todavía perduran en la memoria de las personas de a pie como heridas que dejaron huellas profundas en la memoria colectiva. Aquella pesadilla recién culminará, al menos en su instancia más pública y criminal, con la muerte del jefe narco.

Vera recuerda que varios edificios públicos de Bogotá exponían en sus ventanas cruces demarcadas por gruesas cintas que intentaban prevenir la voladura de astillas de vidrios en caso de atentados. Comenta que su cuñada conserva todavía una cicatriz producida por un estallido.

En esta etapa, la serie sintetiza, capítulo tras capítulo, los distintos actos terroristas llevados a cabo por el Cartel de Medellín, una metodología que apuntaba tanto a la población civil como a víctimas selectivas entre las que se incluyó a candidatos presidenciales, con el asesinato de Carlos Galán como caso emblemático. De esa manera, Escobar y su gente lograron tal poder de negociación que la prohibición de extraditar colombianos a los Estados Unidos fue incorporada en la reforma constitucional de 1991 hasta llegar a una entrega pactada de los principales jefes narcos, incluido Escobar.

En su análisis de El Patrón del Mal, Vera vuelve a cuestionar el enfoque que la novela dispensa al rol del Estado en aquellos años de sangre. Explica que «se recurrió a la tortura, se recurrió a la desaparición forzada para conseguir información de manera masiva, se practicó la limpieza social, como en el barrio Manrique de Medellín, donde pasaban las camionetas de la Policía disparando contra grupos de muchachos que estaban parados en las esquinas, porque se suponía que cualquier joven era susceptible de caer en las redes de reclutamiento de Pablo Escobar».

El periodista redondea la idea al exponer que «la forma de resolverlo por parte del Estado fue aplicar el terror de Estado de manera masiva, y obviamente eso también se aplicó contra un montón de organizaciones que no tenían nada que ver con el Cartel. Esas cosas no aparecen en la novela, esas cosas se quieren secuestrar en el olvido».

Al ser consultado por las repercusiones de El patrón del mal en Colombia, Omar explica que «la serie realmente tuvo un impacto muy grande. Todo ese tema está en la memoria de la gente de una manera muy difusa. Es un país que tiene presente los símbolos, que tiene presente la cara de Escobar, que recuerda los bombazos, pero que se olvida de la otra parte, porque a algunos grandes medios de comunicación no les interesa hablar de esta historia.

Se trata de construir un lugar común de fácil acceso al cual la gente recurre sin que le genere demasiadas preguntas, esa es la función que cumplen estas series. Una narrativa útil al interés de quien manda en el país. Se tiene que olvidar que Pablo Escobar mató a decenas de sindicalistas y a varios estudiantes, que varios de los paramilitares que aparecieron en los años siguientes surgieron del sicariato de Pablo Escobar o eran asesinos a sueldo de los hermanos Ochoa (integrantes del Cartel de Medellín). Esas cosas no se tienen que decir, simplemente se tiene que hablar de un criminal que tuvo una gran estructura y fue derrotada por el Estado colombiano».

La serie llega a su fin. Pablo Escobar yace en un techo de tejas. En el espectador se produce ese silencio que sobreviene cuando se recorre la última página de una novela atrapante, de esas que merecen ser leídas más de una vez. Los efectivos que le dieron de baja celebran el logro, se sacan fotos, sonríen junto al cadáver. Llega la madre del muerto, estalla en llantos por un hijo al que una vez, cuando niño y luego de alguna travesura, le había recomendado obrar con inteligencia para que en casos como esos nadie pudiera descubrirlo y regañarlo.

La entrevista también enfila hacia el final. En Argentina, la madrugada comienza a abrirse paso y la charla vía Skype ya superó su primera hora. Vera expone interesantes explicaciones sobre el narcotráfico luego de Pablo Escobar y aquellos grandes carteles, la articulación con la política y el paramilitarismo. El tema excede largamente los límites de este artículo porque el papel es tirano. La historia posterior y los vericuetos del narcotráfico durante el gobierno de Álvaro Uribe, aunque resulten una tentación de continuidad, quedarán para una próxima vez, al menos ese es el compromiso.

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