El 19 de octubre las mujeres de Argentina hicieron su primer paro nacional. Vejadas históricamente, sus cuerpos se convierten en organización y lucha.

Fotografía: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs). Intervención por O.R.G.I.A Teatro

Son las cinco de la tarde y llueve en Buenos Aires; llovió a baldazos todo el día y aún seguirá lloviendo. No importa: miles y miles de mujeres están concentradas alrededor del Obelisco para marchar hacia la Plaza de Mayo. Van todas vestidas de negro. Las reunió, otra vez, la muerte.

Días atrás, Lucía Pérez —una adolescente de 16 años— fue drogada, violada con un palo y asesinada en Mar del Plata. Los acusados son tres hombres, todos mayores de edad: Matías Farías (23), Juan Pablo Offidani (41) y Alejandro Maciel (61). Cuando Lucía cayó inconsciente, sus verdugos la lavaron y vistieron para ocultar la brutalidad. Después la dejaron abandonada en un hospital.

Hoy —miércoles 19 de octubre— las mujeres de Argentina parieron su primer paro nacional: la que trabajaba fuera de casa, se reunió con sus compañeras; la que trabajaba dentro, detuvo sus tareas, apagó las redes sociales y se sentó a reflexionar. La convocatoria, impulsada por el colectivo #NiUnaMenos, tuvo exitosas réplicas en ciudades de toda América Latina.

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“Feminicidio: último eslabón de una larguísima cadena que comienza con el pequeño acto machista de cada día. “Alta trola”. “Le encanta la pija”. “Sabe, pero es mina”.

En el mundo, las Lucías se multiplican sin parar: mujeres asesinadas por ser mujeres, mujeres culpables de ser mujeres. Feminicidio: último eslabón de una larguísima cadena que comienza con el pequeño acto machista de cada día. “Alta trola”. “Le encanta la pija”. “Sabe, pero es mina”. Los más sutiles van por la negativa: “Y bueno; es el departamento de un tipo soltero”, “Para ser hombre cocina muy bien”, “Con la revolución se acaba el machismo”. Detrás: el patriarcado exprimiendo mujeres hasta volverlas —literalmente— desechos.

Su mayor sueño: quitarles toda potencia.

Hoy parece que no puede. Con o sin paraguas, las mujeres cantan, gritan y transpiran alrededor del Obelisco. Y empiezan a marchar. Hay decenas de columnas de organizaciones sociales y partidos, pero la mayoría de las participantes se acercó por su cuenta, por su cuerpo: enorme apuesta que redobla la firmeza del acto. Es difícil imaginar un movimiento más potente que aquel que arranca desde el cuerpo.

Un vendedor ambulante, parado a la salida de la estación Carlos Pellegrini del subte, no da abasto y vocifera: “Hay pilotos, chicas, hay pilotos”. Por vez primera se ve obligado a cambiar el lenguaje, niño mimado del machismo. Mañana, quizás, les hablará a los transeúntes de otro modo. Dirá: “Hay pilotos, chicos, hay pilotos”.

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—Hoy ser mujer me da miedo —dice Sol Salvo, 23 años, estudiante de Comunicación de la UBA. Y señala a su hermana, cuatro años menor—: Tengo miedo por ella y me como la cabeza: cuándo sale, cuándo no. ¡Es una cagada estar todo el tiempo pensando que quizás no vuelve! Ella, tu amiga o tu vieja. ¡O quien sea! Esto se tiene que terminar.

¿Cómo? “Hay que empezar a cambiar desde las pequeñas cosas que están muy arraigadas en nuestra cultura: qué tiene que hacer la mujer, qué está mal que haga. Educar a las futuras generaciones con esos cambios. Y que sea una bola de nieve que se lleve todo puesto”, sostiene.

“Cada tanto se oye un grito que brota desde una garganta y con la velocidad del rayo se multiplica, se vuelve furioso y desgarrador. Es el sonido de una infinidad de manos vibrando sobre una infinidad de bocas que aúllan. Es el alarido de la indiada”.

Otras coinciden. Madorra Smith tiene 60 años. Es escritora y vino a manifestarse junto a su hija de veintipico. Caminan lentamente por Diagonal Norte. Madorra asegura que la única forma es resistir. “Resistencia y mucha educación: en la casa, en la escuela, en todos los ámbitos. El Estado tendría que tener un rol mucho más importante, empezando por el acompañamiento de las mujeres golpeadas y por la justicia”.

En lo que va de octubre, en Argentina hubo 19 feminicidios. En 2016, más de 200. Recién a partir del año pasado se empezaron a recolectar las estadísticas oficiales, pero La casa del encuentro —una de las pocas organizaciones que lucha contra el silencio estatal— registró entre 2008 y 2015 al menos 2094. Las cifras reales —escondidas detrás del miedo, la complicidad y las figuras legales ambiguas— son probablemente mucho más grandes.

Las cosas no están mejor si se mira al continente: de acuerdo con datos publicados en abril por la ONU Mujeres, 14 de los 25 países con las tasas más altas de feminicidios son latinoamericanos y el 98% de los crímenes sigue impune. Las mujeres y niñas, además, son víctimas del 70% de los casos de trata de personas. La mitad termina en explotación sexual.

“Los prostíbulos son centros clandestinos de violación” denuncia en rojo furioso el cartel de las Madres Víctimas de Trata. Ocupa un buen pedazo de la calle Bolívar, a metros de la Plaza de Mayo. Bajo un paraguas negro, Silvia González sostiene uno de los extremos. Sus dos hijas, Milagros y Ludmila, fueron secuestradas y prostituidas cuando tenían 14 y 16 años. Hoy están en un psiquiátrico.

—Nuestras hijas son desaparecidas por los poderes políticos. Hay mucho entongamiento desde lo judicial y lo policial. Nosotras creemos que el “Ni una menos” también significa ni una más en los prostíbulos.

A medida que los grupos llegan por la diagonal y se encuentran con esas madres, la energía estalla en fotos, besos y abrazos. Un cantito ratifica las palabras de Silvia: «Yo sabía /yo sabía /a los violadores /los cuida la Policía /y la Justicia”.

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Como a las dos horas ininterrumpidas de agua hay quien dice pucha, qué mala suerte esta lluvia y hay quien comenta que otro día la convocatoria hubiera sido aún más grande. No importa. Al amparo de los paraguas reina todo un ecosistema cómplice: se ríe, se pisan charcos, se fuma, se cuentan historias terribles.

“Hay decenas de columnas de organizaciones sociales y partidos, pero la mayoría de las participantes se acercó por su cuenta, por su cuerpo: enorme apuesta que redobla la firmeza del acto”.

—Mi mamá fue víctima de violencia de género: el marido la mató. Y acá estoy —dice Claudia Méndez, 25, y sigue caminando en silencio junto a una amiga. No lleva ninguna pancarta, ningún cartel; no marcha con ninguna columna. ¿Cuántas otras Claudias hay entre las miles y miles de mujeres que avanzan?

Cada tanto se oye un grito que brota desde una garganta y con la velocidad del rayo se multiplica, se vuelve furioso y desgarrador. Es el sonido de una infinidad de manos vibrando sobre una infinidad de bocas que aúllan. Es el alarido de la indiada. No existe una palabra en idioma español para nombrarlo; tampoco una que atestigüe lo que le ocurre al cuerpo cuando ese grito de miles de cuerpos lo atraviesa.

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En el medio de la plaza, junto a un puestito de choripán, está parado Gustavo Leonard. Es un médico porteño de 81 años.

—Yo estoy acá porque es una locura que los hombres se apropien de las mujeres. La mujer no es una lapicera; no es propiedad de nadie y tiene derecho a hacer de su cuerpo lo que quiera —dice—. Desde chiquititos hay que enseñarles a los varones que un nene es igual que una nena: el varoncito puede lavar los platos y el varoncito puede llorar.

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Para cuando el colectivo #NiUnaMenos lee su documento de cierre en un escenario en el medio de la plaza, la postal desde un dron debe ser una multitud de botoncitos de colores; son los paraguas rojos, verdes, azules, marrones, amarillos que se apretujan. Diversidad por encima, unidad por debajo; la metáfora es clarísima aunque el pigmento de la marea subterránea sea el negro.

“Nosotras paramos” dice repetidas veces el escrito.

Ellas: “las amas de casa, las trabajadoras de la economía formal e informal, las maestras, las cooperativistas, las académicas, las obreras, las desocupadas, las periodistas, las militantes, las artistas, las madres y las hijas, las empleadas domésticas, las que te cruzás por la calle, las que salen de la casa, las que están en el barrio, las que fueron a una fiesta, las que tienen una reunión, las que andan solas o acompañadas, las que decidimos abortar, las que no, las que decidimos sobre cómo y con quien vivir nuestra sexualidad. Somos mujeres, trans, travestis, lesbianas. Somos muchas y del miedo que nos quieren imponer, y la furia que nos sacan a fuerza de violencias, hacemos sonido, movilización, grito común: ¡Ni una menos! ¡Vivas nos queremos!”.

Ellas: mujeres que se encontraron en la lucha y ya no se pueden desencontrar.

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Federico Acosta Rainis
es Profesor de Antropología egresado de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Magíster en Periodismo por La Nación/UTDT. Ha publicado en La Nación, Revista Nan, American Herald Tribune y en el Instituto de Estudios Estratégicos Manquehue. Además de artículos de análisis y opinión, escribe crónicas de viajes, relatos, cuentos, y poesía.

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