El creador de Terrenal habla sobre escritura y política, y cuenta por qué al dirigir sus propias obras se volvió más audaz.

Marrón la puerta que abre, marrones sus dos gatos, marrón la mesa alrededor de la que nos sentamos, marrones los muebles y el piso, marrón el té de jengibre con lima que me ofrece. Por todos lados, libros: en sillas, en mesas, encima de otros o agazapados en la biblioteca. Pareciera que cada página y cada tapa también respetaran la sintonía marrón. Un color que no le gustaba pero que con el tiempo, dice, se volvió suyo.

Así es la casa de Mauricio Kartun, el escritor, dramaturgo, director y docente de 71 años que este mes fue nombrado Personalidad Destacada de la Cultura por la Legislatura Porteña. Tomamos el primer sorbo de té y en el paladar siento el jengibre que se mezcla con el olor a madera y papel del ambiente. Sin apuro, en una armonía de relojes tranquilos, su voz fuerte y amable me pregunta de qué quiero hablar.

UR: Los escritores suelen llevar a sus textos vivencias propias. ¿Ocurre eso en tu escritura?

MK: La verdad es que soy un poco promiscuo, mis cosas están siempre en grados arbitrarios. Trabajo mucho con recuerdos y palabras que crean un código no necesariamente expreso para el espectador. Mis obras están hechas con el barro de mi propia experiencia. El barro no es una imagen casual: no es un material especialmente valorado y muchas veces constituye una suciedad. Pero esa argamasa es la sustancia madre de la que sale todo. Los escritores tenemos como sustancia madre lo que hemos pasado, lo que hemos escuchado, lo que nos ha conmovido.

¿Pensás que la escritura es una manera de ordenar el mundo?

La escritura es una forma analógica del pensamiento. No es verdad que pensamos y después escribimos lo que pensamos: escribir es una forma de hilar, de encadenar, de ir encontrando formas para ciertas zonas abstractas o herméticas. En la medida en que uno avanza, aparece el sentido. Yo continuamente me voy revelando, en el sentido fotográfico de la palabra: hay algo que está en negativo y lo paso a positivo. Cada una de mis obras me ha llevado a un campo de mayor luminosidad sobre mi entorno. No hay que ponerse ostentoso: es una lamparita de 25 watts, una linternita, nunca un gran relámpago. Pero te permite ver cosas que de otra manera no podrías ver. Nadie te puede explicar las cosas a las cuales llegarás a través de la escritura.

“Escribir te permite ver cosas que de otra manera no podrías ver. Nadie te puede explicar las cosas a las cuales llegarás a través de la escritura”.

El escritor está asociado al campo de lo narrativo y de lo poético. ¿El dramaturgo está alejado de ese concepto de escritor?

El dramaturgo perteneció siempre a la literatura hasta que la aparición del cine y cierto predominio industrial generando dramaturgia lo llevaron a un campo más utilitario. El gran emblema literario inglés es Shakespeare; los autores españoles emblemáticos, como Cervantes, han hecho teatro. En el último siglo, la escritura teatral entró en un lugar más incomodo, pero de los últimos diez premios Nobel, tres fueron dramaturgos. Es un género en tensión y algunos dramaturgos ni siquiera lo defienden como género literario: prefieren pensarse en un campo más representativo, más cercano a lo performático. Yo me reivindico en una literatura que tiene un soporte diferente al del libro. Es un campo con un soporte extraordinariamente más inestable pero más bello, que es el cuerpo del actor. Yo no trabajo escribiendo los diálogos que dirá el actor sino escribiendo una obra literaria que tendrá luego un soporte diferente.

Foto: Diana Agustina Fernández.

¿Qué pasó cuando tu libro “Terrenal” ganó en la Feria del libro el premio a la mejor producción literaria?

Produjo un quilombo muy divertido. Estaban aquellos que lo sentían reivindicatorio y aquellos que lo sentían intrusivo: “¿Qué carajo viene a hacer un dramaturgo a nuestro pequeño espacio narrativo?”. Te aseguro que disfruté como pocas cosas ese premio, no por el premio sino por la polémica: me interesa que se pueda hablar del tema. Creo que pertenecemos al campo de la literatura pero lo interesante es poder defenderlo ante los que creen que no.

¿Qué tiene que tener un texto para trascender?

Primero, su belleza formal: hay algo de las leyes naturales de armonía y de belleza que hacen al atractivo. Segundo: no debe quedar atrapado en su moral de época, no solo en lo ideológico, sino también en lo artístico. Hay formas que están pegadas a una manera de ver el mundo. Tercero: debe contener aquello que se llama idea teatro o idea arte. Esa idea aparece en forma de mito y un mito siempre aparece en forma de metáfora. El filósofo Gastón Bachelard dice: “Toda metáfora es un mito en miniatura”. La relación metáfora-mito-idea teatro funciona como cajas chinas: la idea teatro encarnada en un mito que se manifiesta a través de una metáfora.

“El lugar de alegría del teatro está cerca del escenario, de la misma manera que el lugar de alegría del novelista viene a partir del lector”.

¿El mito permite que los espectadores nos identifiquemos?

El mito suena anacrónico para quienes están en la búsqueda continua de lo novedoso. Parecería llevarnos a categorías vencidas y en realidad, no: nos lleva a lo clásico. El sentido de la narrativa o del teatro nace de algo que el ser humano maneja de manera espontánea, de la capacidad que tenemos para entendernos a través de historias, de explicar algo que resulta extremadamente difícil. Hay distintas formas: hay gente que tiene el talento de explicarse a través de lo abstracto y estamos los que la única manera que tenemos es corporizarlo en algo concreto. Son formas de la inteligencia que sobreviven por una cuestión de naturaleza y de necesidad humana.

Afuera llueve. Kartun hace una pausa para servirse una taza más de té y miro su biblioteca. Entre carteles antiguos y muñequitos, la veo: la máscara que usaban los personajes de su obra “Ala de criados” cuando hacían una fiesta bolchevique. Fueron diseñadas a partir de unas máscaras que compró en Holanda que a su vez eran reproducciones de otras máscaras del siglo XIX.

Kartun explica que crea a través del juego, en una especie de “arte bricolajero”. Le gusta llamarlo así porque lo asocia a la actividad manual de reparación, instalación o montaje que se realiza de forma casera. Cuenta que sus personajes y sus obras, antes de ser escritos, son descubiertos en ese juego. Que nacen en sus manos y con objetos que de alguna manera intentan metaforizar la estética de los personajes o de las situaciones. Desde hace algunos años, además de crearlas, también dirige sus propias obras.

Foto: Diana Agustina Fernández.

En una entrevista dijiste que el escritor es un lector degenerado, ¿podemos decir que como director sos un dramaturgo degenerado?

Efectivamente. Mis maestros eran muy rígidos y sostenían que la riqueza genética de una puesta estaba en la hipótesis dialéctica entre una manera de pensamiento que era la del dramaturgo y otra manera que era del director. No había que aparearse con la propia obra porque eso era degenerado, era incestuoso. Pero Shakespeare dirigía sus obras y las actuaba, Moliére hacía lo mismo, y Carlos Gorostiza, icono del teatro argentino, toda la vida escribió y dirigió, y sus resultados fueron fantásticos. Sentía que tal vez me estaba equivocando, pero no me animaba a contradecir a mis referentes.

¿Cómo fue que te animaste?

Los que se animaron fueron mis alumnos. Rafael Spregelburd o Veronese, por nombrar dos, se pusieron a trabajar sus textos con actores, con resultados sorprendentes. Yo estudié más dirección que dramaturgia e incluso tengo más experiencia en lo escénico que esta nueva generación, pero me contenía por obediencia. Tomé la decisión hace quince años y fue una de las más felices de mi vida.

“El cuerpo del actor es constructor de un discurso tan rico y tan complejo como el más rico y complejo de los discursos literarios”.

¿Cómo viviste ese cambio de rol?

Me completó como dramaturgo y me sacó de un lugar de prejuicio muy estático. Si hay algo horroroso para el artista es la comodidad y cuando escribís para otros directores, inevitablemente aceptás sus códigos, convenciones y gustos: estás trabajando para un intermediario. También me puse extremadamente más audaz. Cuando escribía para un director, a veces resolvía un montón de cosas de manera disimulada. Allanaba la riqueza posible de una escena a una resolución en el temor de que el director mandara fruta.


Video: Diana Agustina Fernández


¿Y al dirigir encontraste otras satisfacciones?

Me dio muchas más satisfacciones vitales. El lugar de alegría del teatro está cerca del escenario, de la misma manera que el lugar de alegría del novelista viene a partir del lector. Es el fenómeno de la inteligencia narrativa: dirigir te pone en contacto directo con el receptor. Las alegrías y los desvelos vienen de estar allí, sentir qué pasa, palpitarlo. También de acompañar con el soporte aquello que hiciste como literato y con literatura aquello que podés hacer como creador del soporte escénico. Ahí aparece un círculo virtuoso.

¿Qué te ocurre al ver a un personaje que escribiste encarnado en el cuerpo del actor?

La humildad de entender que el cuerpo del actor es constructor de un discurso tan rico, tan elocuente y tan complejo como el más rico, elocuente y complejo de los discursos literarios. El cuerpo no es mero soporte y tiene su propio lenguaje. Para decirlo con justicia, aporta algo más importante que el texto mismo. Empezar a trabajar ese otro lenguaje tiene el atractivo de permitirte hablar el idioma del otro. Te pone más políglota, te permite entender otras cosas, pensar de una manera diferente. El ser humano debería ser obligado de alguna manera a aprender durante toda la vida algo diferente a aquello que hace.

¿Por qué?

Porque una de las cosas más horrorosas es encerrarnos en el lenguaje propio. Pienso en lo cotidiano, en cualquier trabajo: cuando alguien sabe hacer algo, el horror es que lo mecaniza. Se vuelve fácil porque no hay que hacer ningún esfuerzo y así el cerebro pierde vida, las sinapsis se jibarizan y el ser humano termina atrapado en sus prejuicios. Ese aprendizaje al que los artistas estamos obligados es un acto de extraordinaria salud. No pienso en términos exclusivamente biológicos: pienso en términos políticos, filosóficos, ideológicos, afectivos.

Foto: Diana Agustina Fernández.

Terrenal va por la quinta temporada, con sala llena y espectadores que repiten varias veces. ¿Hay vida después de eso?

No me preocupa en absoluto el pensamiento sobre el próximo material. Mi energía esta puesta en Terrenal. Es probable que el año que viene Terrenal siga de gira y no siento la necesidad de buscar otro proyecto. Nunca me sometí a la hipótesis de la industria de montar algo y después alejarse de lo que uno ha montado. Supongamos que escribo otra obra y hay que bajar Terrenal porque tengo que poner toda la energía en la nueva obra, ¿cuál sería el sentido? El sentido tiene que ver con la comunicación, que se da continuamente porque viene público nuevo y porque el público se repite.

¿No te preocupa quedar atrapado en un solo discurso?

Uno no queda atrapado en un solo discurso porque el teatro no dialoga con el público: el público dialoga con el teatro. Y el teatro ni dialoga con su tiempo: el tiempo dialoga con el teatro. Hace cinco años cuando la estrenamos, Terrenal decía una cosa. Hoy dice otra. El tipo que se sienta hoy, la haya visto o no, lee otra cosa. Es un discurso dinámico. Es posible y casi inevitable que en algún momento pierda vigencia: ahí buscaré dentro del material que vengo escribiendo. Tengo algunos terminados y unos cuantos en prepizzas: se trata de ver cuál es la que te vas a manducar y ponerle arriba lo que haga falta.

Suena el teléfono fijo con insistencia y Kartun sonríe: “Esto de no usar celular me condena al viejo contestador”. Hacemos otra pausa. Del otro lado, la voz de una mujer lo invita a dar una charla. Siento que invado su privacidad. En el WhatsApp basta con acercar el teléfono al oído, pero ahí la voz del mensaje resuena en toda la casa. Volvemos a las preguntas, pero me quedo pensando en que lo entiendo: la mística del contestador es diferente.

Kartun piensa que somos como fichas de rompecabezas. Cuando uno pone la propia, el otro puede poner las demás, dice. Y así él pone las suyas: en charlas, conferencias y entrevistas. Con el oficio del vendedor que fue durante su juventud, antes de dedicarse por completo a la dramaturgia, nos vende el teatro sin siquiera proponérselo. Pero no como mercancía: lo inviste de pasión para que cualquiera que lo escuche quiera entrar, al menos una vez, y ser parte del ritual que allí se festeja.

“El ser humano debería ser obligado a aprender algo diferente a aquello que hace porque una de las cosas más horrorosas es encerrarnos en el lenguaje propio”.

En su crítica de Terrenal, Darío Sztajnszrajber dice que Caían y Abel representan la grieta. ¿El teatro puede acortar la distancia entre los bordes de esa grieta?

El teatro es una ceremonia vinculante. Le corresponde las generales de la ley de una vieja costumbre: la tribu alrededor del fuego escuchando a alguien que relata. El teatro funciona como lugar de sintonía, uno se sintoniza en el acto del convivió, de la convivencia. El discurso lo hacemos nuestro, por eso la sala tiene una manifestación, por eso late, por eso tiembla, por eso el actor está pendiente de si se ríen o no. La ceremonia vinculante nos une a todos y, naturalmente, muestra nuestras condiciones. Las diferencias ideológicas son parte de ellas.

La diferencia entre Caín y Abel…

Te podés poner del lado de Caín o del lado de Abel. Aquel que se considera bien pensante se pone del lado de Abel, pero hemos tenido el caso de unas señoras que cuando lo mataron se pusieron a aplaudir. Se sintieron en la necesidad de defender a Caín, el que defiende el concepto del trabajo, de la familia, y aparece como malo. He leído comentarios horribles sobre Terrenal, gente que se ofende: “¿Cómo puede ser? ¿Una obra que defiende a alguien que habla en contra del trabajo? En este país que justamente necesitamos trabajo”. Ese convivió nos pone también en ese lugar.

¿Te gustó que Sztajnszrajber la definiera como una grieta?

Me gustó porque creo que esta grieta es original. Si vamos al origen, es nómade versus sedentario. El nómade no acumula y disfruta del andar, con todo lo que eso tiene de placer real y metafísico. El sedentario se queda y se reproduce porque sus hijos son brazos para la mayor acumulación: crea una familia, no por necesidad afectiva sino como célula de acumulación. Son dos arquetipos que se vienen reproduciendo a través de la historia y que en términos políticos toman posiciones. A veces están tan embarulladas que no es fácil descubrir quién esta de un lado y quién del otro. Pero a través de la historia hay quienes defienden la hipótesis de la felicidad sin acumulación y quienes creen que sin acumulación no hay felicidad.

Foto: Diana Agustina Fernández.

Las mujeres que aplaudieron la matanza de Abel son el ejemplo del espectador que se identifica a través del mito, en el ritual. Si se cumple la idea primigenia del ritual, el teatro debería ser inmortal. ¿Ese es el secreto?

No solamente es el secreto sino que es una hipótesis más inquietante, porque el teatro cumplió siempre con esa función. Su origen fue la orgía que tenía un valor puramente performático, luego incorporó la palabra y transformó a los participantes en espectadores estáticos: son activos adentro de la cabeza, pero pasivos en términos de participación. Cumplió esa función durante 23 siglos, pero un día apareció el cine y lo desplazó. El cine ha venido cumpliendo parte de esa función pero como ceremonia compartida acaba de morir: sus salas han dejado de ser rentables y cualquier espectador razonable de cine prefiere verlo en su casa. El cine de sala durará una década más hasta que le encuentren nuevos destinos.

“El teatro es una ceremonia vinculante que nos une a todos y muestra nuestras condiciones. Las diferencias ideológicas son parte de ellas”.

¿Qué va a suceder cuando desaparezca ese cine de sala?

Va a quedar solamente el teatro. No va a haber otro lugar donde producir ese pensamiento en común y donde afinarnos, en el sentido musical: alguien que da un tono y en ese tono nos afinamos. No significa estar al unísono. Tenemos diferencias, pero nos estamos afinando. Si el ser humano empieza a ser un espectador individual, pierde la posibilidad de crecer en la energía común. El teatro la va a seguir sosteniendo, porque es una oferta non plus ultra. Es como la música, ¿qué viene después de la música? No viene nada. La música es la constitución de un acto de placer y sentido a partir del fenómeno del sonido. El teatro es esa organización ceremonial donde nos sintonizamos disfrutando del extraordinario talento del actor.

Es como si fuera un acto mágico…

Pasa porque hay alguien que te muestra su solvencia, su talento y también te muestra el tiempo: todo buen actor te está mostrando los años que le llevó llegar a eso. Cuando hay una buena actuación no ves solo algo espontáneo, ves algo que llevó veinte años aprender. Ese fenómeno es insuperable porque es base, es non plus ultra, es un acto original. Son fenómenos básicos de la civilización. Salvo que aparezcan nuevas hipótesis civilizatorias y cosas nuevas que lo desplacen. Hasta tanto suceda eso, que por ahora es ciencia ficción, el teatro no muere.

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Tita Martínez
Nací el 27 de Abril de 1991. Jardín un poco, escuela completa. Algunos años de Profesorado en Historia y otros de Psicología. Ahora, actriz y escritora. Vivo en Luján. Si me buscas, siempre estoy en Avenida España o bajo una araucaria.

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