Euskal Herria es un puerto de llegada para quienes huyen de la guerra, el hambre o el desempleo. Lenguas y culturas embellecen la organización de lo disímil.
Mis rastamigos se van a enojar, pero a mí me gusta Babilonia. Me gusta que la torre se caiga y los idiomas se mezclen, aunque haya que hacer enojar a Dios. Nadie llegó aquí de vacaciones, está claro. Todos vinieron detrás del euro, delante de las balas o apretándose las tripas para que el hambre duela un poco menos. No hablo de las circunstancias, sino de la belleza que las circunstancias pueden crear.
Digo que disfruto abrir la ventana y escuchar que la gente pasa hablando con alguna tonada latinoamericana o en urdú, como Ahmed, que también habla inglés porque se pasó un buen tiempo laburando en Londres. Me gusta que el tipo que recién me vendió la camisa sea rumano y que otro rumano me haya enseñado que su idioma también es de origen latino, como el mío.
Babilonia despierta la maravilla del encuentro aunque éste no haya sido del todo buscado. Ahora mismo, tres africanos pasan delante de mí riéndose presumiblemente en yoruba, hausa o alguna otra lengua que me resulta indescifrable, y supongo que en la verdulería de la china habrá algún marroquí o sirio recién llegado, obnubilado con todo lo que puede comprarse con cinco euros.
Mientras tanto, yo escribo en castellano y pienso en argentino: me acuerdo de la china que saca cuentas, repone mercaderías y habla por celular con una versatilidad increíble. Cuando se despide de sus clientes, les dice: “agul, agul” porque, como se sabe, a los chinos la historia les ha dado de todo, menos la erre. La china les quiere decir “agur”, que significa adiós, pero en euskera.