Para los ojos extranjeros, los argentinos son todos gauchos.
Hablar de prejuicios suele tener una connotación negativa por el lado ético o incluso moral. Es decir, cuando se dice que alguien es “prejuicioso” se considera que está actuando “mal”, que su actitud es “no-conveniente”. Más aún: un prejuicio reiterado suele corresponderse con “una mala persona”. Lo curioso es que, con esta moralina, se olvida lo que en realidad es central: el prejuicio no sirve. Es decir, el problema no es que sea malo o bueno, correcto o incorrecto: el problema es que es una herramienta inútil, porque a partir de ella se desarrollan ideas, opiniones y acciones que fueron creadas sobre una base falsa. El problema no es ético ni moral: es epistemológico.
Escribo esto porque, para mi sorpresa, acabo de enterarme que a Vitoria-Gasteiz, la ciudad en la que vivo, hace unos 90 años vino a cantar Carlos Gardel. Gardel era famoso por cantar tangos, una música rioplatense de ciudades –sobre todo Buenos Aires y Montevideo– donde los artistas vestían de traje y se juntaban en bares céntricos a tomar café y pasar el tiempo entre la política y el arte. Como en Madrid, ponele.
Sin embargo, en Europa, a Gardel le pedían que se vista de gaucho.
El zorzal la estaría levantando en pala y se ve que mucho problema no se hizo con este tema. Además, con esa carita de porcelana, esa boca de mujer y esa voz privilegiada, uno podría vestirse de cualquier cosa. No obstante, el asunto no deja de llamarme la atención: pedirle a Gardel que se vista de gaucho para cantar tangos es tan absurdo como pedirle a Frank Sinatra que se vista de cowboy para cantar “Extraños en la noche”. Y es que, en realidad, eso es un prejuicio: algo ni bueno ni malo, más bien inútil y, de vez en cuando, un poco ridículo.