Política, estética y filosofía en una entrevista con el director porno César Jones.

Tetas, pijas, conchas y culos que se revuelcan, transpiran, gimen y luego acaban; a primera vista el porno pareciera ser solo eso. Pero es cine: hay puesta en escena, actores, cámaras, maquillaje, guión, pre y postproducción, y detrás —en las penumbras— alguien que craneó cómo ordenar todo ese despelote.

César Jones tiene 45 años y es uno de los directores fuertes del porno argentino.

Nos cita en su departamento de La Plata pero el calor de enero traslada la entrevista a la YPF de la esquina, bendecida con aire acondicionado. Jones usa toppers rojas, lentes de sol que no se quitará jamás y un buzo de puños deshilachados poco compatible con el clima atroz.

El platense es un bicho exótico. Víctor Maytland, patriarca del garche nacional frente a las cámaras, supo llamarlo con fina ironía “el Lars von Trier del porno argentino”. Pero el señalado es más humilde: dice ser un superviviente que filma contra viento y marea porque ama lo que hace. Son épocas duras si tu vocación es filmar gente cogiendo:

El porno me mantiene, pero si compro una caja más de arroz integral se me desequilibra el presupuesto del mes— dice Jones y toma un trago de sprite zero.

“En abril la rueda dará un nuevo fruto, Faktor Fellatio. Cuando Jones habla de su próximo retoño se pone infinitamente pegajoso: “Me está explotando la cabeza y es un cambio radical respecto a todo lo que hice hasta al momento”.

Con unas manos prolijas y adolescentes que no cesan de explicar, el director usa las mismas palabras que un profesor de filosofía de la estética: algunas hay que buscarlas en el diccionario. Cuando Jones libera su voz viscosa, apenas unos segundos separan a Nietzsche y a Foucault de un suculento par de tetas —y al nombrarlas dice “pechos”.

En Argentina, el cine triple equis se institucionalizó con la vuelta de la democracia y tuvo su primavera durante los primeros años del 2000, de la mano del DVD. Florecieron películas, actores y productores pero el cortoplacismo y la falta de calidad impidieron que esa protoindustria se adaptara al desafío Internet: tiempos en que la gente anhela tocarse gratis y rápido, tiempos en que las productoras no se animan a arriesgar demasiado. Entonces, para contar los realizadores argentinos activos sobran los dedos de una mano.

El porno del capitalismo actual es un territorio hiperclasificado: basta entrar a cualquier web cochina para encontrar al placer dividido en asiática, interracial, lésbico, amateur, gay, anal, sado, orgía, latina y loqueustedquiera. La abundancia de la escena suelta diluye por completo la noción de autor. Se filma al ritmo con el que un parrillero de la Costanera saca choripanes un domingo al mediodía: si el chori calma el hambre, ¿qué importa quién cocina?

Jones no condena el estado de la cuestión pero elige ir a contracorriente. Aunque asegura que su obra se nutre de una contemporaneidad rabiosa, reivindica la época clásica: allá, a comienzos de los setenta, cuando Gerard Damiano estrenaba El Diablo en la señorita Jones (“la mejor película porno que se haya filmado al día de hoy”) y los controvertidos hermanos Mitchell parían Detrás de la puerta verde. Una película le lleva más o menos un año de trabajo porque el platense es obsesivo y supervisa cada instancia al milímetro. Luego las distribuye en la red mediante pay per view: las 17 que tiene hoy en cartelera alcanzan para sobrevivir y para que “siga girando la rueda de la producción”.

En abril la rueda dará un nuevo fruto, Faktor Fellatio. Cuando Jones habla de su próximo retoño se pone infinitamente pegajoso: “Me está explotando la cabeza y es un cambio radical respecto a todo lo que hice hasta al momento”. Amaga detalles: treinta actores en pantalla —dos no humanos—, mucho sexo al aire libre y en lugares públicos, escenarios y actores internacionales. Y la frutilla:

Prácticas sexuales que no vi nunca antes en mi vida.

Una morocha camina por el bosque con la inocencia de Alicia en el País. Viste un impermeable rojo furioso, calzas y guantes negros, y una máscara de zorra le cubre la mitad superior del rostro. Curiosea: un bicho bolita, los árboles, el cielo. La música flota suave y se intersecta con el sonido de los insectos. De pronto, encuentra una tele vieja sobre un tronco caído: pasan un documental sobre la extinción. Se acerca y toca la pantalla.

Ahora la morocha está acostada de lado en la cama de un departamento mientras lee Las venas abiertas de América Latina. Sigue zorra, pero una pollerita rosa y la complicidad de la cámara muestran el lugar exacto donde terminan sus piernas. Suena el timbre: es un tipo de traje que viene a cobrar las expensas. Se observan un rato y la música vuelve a flotar. Ella se saca el chicle de la boca y se lo refriega a él por los labios. Dentro de un rato estará sentada en una silla con las piernas abiertas lamiendo una colorida paleta de chupetín mientras el agente inmobiliario, de pie, le lame a ella el cuerpo y sumerge la mano en las profundidades de su bombacha.

Pareciera la perogrullada escena del delivery, y sin embargo hay algo más. Es que Jones crea climas hiperdensos: en sus películas no solo se coge, no siempre se acaba; a veces solo se juega un rato mientras todo parece a punto de estallar. Hay algo de realismo mágico allí, que el director se apresura a clasificar de no costumbrista: una serie de ambigüedades, una angustia latente acerca del mundo jamás del todo aclarada. Una máscara misteriosa, una regla cultural que no es, una escena que el mainstream desecharía por dramática e innecesaria. Ese marco provoca incomodidad en el espectador; pero cómo calienta.

Las ideas para el guión vienen de cualquier lado. “El disparador de Zorra, al norte del placer fue un programa en Canal A que trataba sobre los mitos, conducido por el hoy denostado Alejandro Rozitchner. Una vez abordaron el tema de la máscara, desde el teatro griego hasta las representaciones paganas y demás. Ahí ocurrió la asociación: la máscara, el juego de acepciones de la palabra zorra, que puede ser insultante pero en la película tiene que ver con una complicidad concupiscente entre hombre y mujer”.

¿Los actores también se calientan o solo fingen?

Hay de todo: varía de producción a producción, de actor a actor, de actriz a actriz. Son distintas formas de encararlo: ni mejores ni peores. Me ha pasado que se terminó una escena y los actores decidieron seguir. Hay atracciones que continuaron allende el rodaje, en sus vidas privadas, y otras que empezaron afuera y se volcaron en un set, porque la fantasía los llevó a ese lugar.

“Me ha pasado que se terminó una escena y los actores decidieron seguir. Hay atracciones que continuaron allende el rodaje, en sus vidas privadas, y otras que empezaron afuera y se volcaron en un set, porque la fantasía los llevó a ese lugar”.

La clave, en cualquier caso, está en otro lado. “Poco importa que hurguemos en esos pliegues. En un hecho representacional el punto es que la representación sea eficaz”, jura el director.

Y sus películas son eficaces. El fetiche de mezclar profesionales y novatos suma eficacia y lo aleja de esos “mundos marginales a los que el porno está asociado”. En la lujuria conviven un pibe de veinte, un actriz de trayectoria, un tipo de sesenta, una periodista, un estudiante de antropología. Son personajes que se cruzan en el cotidiano: sin plástico, sin uñas talladas, sin abuso de duck face. Gente garchando con las mismas ganas con las que en este momento lo hace la buena hija del vecino. O al menos eso pareciera.

Jones selecciona margaritas como un gourmet sexual: “Las escenas surgen de la colisión feliz de mi imaginario con lo que me provocan los actores y las actrices de los que dispongo: ellos también disparan mis fantasías. A veces utilizo esa técnica de manera radical y me embarco en un casting sin saber qué voy a filmar. Las caras nuevas las vampirizo, me lleno de energía con ellas”.

Los curiosos lo contactan por su web, por las redes sociales o a través de algún colega, pero son pocos los que llegan al set. El casting es largo e incluye varios encuentros en los que el director explica detalladamente su método de trabajo y escucha fantasías, deseos y gustos. Los años de oficio le afinaron la puntería, dice, y en Faktor Fellatio no hubo “ni una performance fallida, porque todo se filmó con un nivel de libido muy alto”.

El platense filmó su primera obra, Las fantasías de Sr… Vivace (2001), mientras aún cursaba Comunicación Audiovisual en la Facultad de Bellas Artes. Quiso suplir su falta de experiencia con sobreproducción y para una escena en la que participaban dos actores buscó cuatro reemplazos. El día del rodaje, titulares y suplentes se esfumaron de la faz de la tierra como por arte de magia. Jones se ocupó personalmente del imprevisto y ese día debutó dos veces: como director y como actor.

La anécdota alimenta la leyenda de que quien filma porno vive enfiestado. Jones jura que no, que fue su única actuación, que se la pasa recluido en su casa, que se divierte de un modo “mucho más convencional” y que pasan años sin que tenga relaciones. Quizás dice la verdad: entre su pasión por el té, el arroz integral y la clausura tibetana, si el tipo no fuese un director porno bien podría ser un monje zen.

En una vieja entrevista, César Jones juraba que la excitación era el medio para un fin mayor: generar ecos en otras instancias de la vida sexual. Ahora toma otro trago de sprite zero y se sonríe al recordar aquel pornógrafo novato: “Era un gesto culposo por no poder entregarme al placer, como si el placer fuera poca cosa. Hoy pienso exactamente al revés: el porno no es una búsqueda de deseo sino un concretador de placeres. Muchas veces me han dicho en forma despectiva: ‘Vos hacés películas para que la gente se pajee’. ¿Eso te parece poco? El mundo de las relaciones sexuales, ¿te parece poco para explorar?”.

Los límites para la exploración son precisos. “Uno básico es no dañar a un otro cuando se está filmando, siempre en un contexto de libertad de decisiones. Hoy, que tanto discurso afiebrado quiere homologar la representación pornográfica con la trata de personas. Otro, y no porque es ley sino por una visión ética del mundo, es que jamás trabajaría con menores de edad”. Luego vuelve a la filosofía: “La noción que me rige es la del cuidado del otro de Todorov, es decir el trabajo con pares en un ámbito de libertad y consentimiento mutuo. Tan sencillo como eso”.

Durante su paso por la universidad, el director filmó algunos cortos y medios no relacionados con el porno y también colaboró en la posproducción de algunos largometrajes. Pero asegura que no le interesa trabajar con otros géneros porque en el suyo encontró “un territorio vasto, de infinitas libertades, un lenguaje maleable y susceptible de mutaciones y descubrimientos”. Es decir: encontró arte.

En retrospectiva me di cuenta que en los últimos cortos que hice para la facultad, sin poner en escena tramas que tuvieran que ver con lo erótico, eso ya se respiraba. Estaba utilizando los recursos del cine a la manera porno: la forma de recorrer los cuerpos, la puesta de cámara, la forma de usar el sonido, el montaje. Estaba haciendo porno sin el porno. Hasta que finalmente los dos caminos bifurcados se unieron.

“Estuve en pareja durante dos años con una realizadora española de posporno y una de las cosas que me cautivó fue ver su material y notar que iba por otro lado: que nadie me quería hacer creer que meter una cabeza de cerdo por una vagina sangrante me iba a hacer políticamente más libre”.

¿Queda en el porno algún espacio para lo político?

En los setenta lo veías de un modo muy claro. Se han tratado temas como la institución de la familia, el matrimonio, las libertades sexuales, las sexualidades divergentes. En mi caso, la premisa para hacer cine es autenticidad sin concesiones: poner arriba de la mesa también aquello que me espanta de mí mismo. Eso incluye al mundo que me rodea y esa es una operación decididamente política. Pero no vas a encontrar una denuncia social, bajada de línea o postura político-partidaria.

Para muchos, el rol transgresor hoy lo cumple el posporno. Según Jones, ese género no se ocupa de lo político dentro de la obra sino que hace política con la obra. Y toma distancia: “El posporno concibe al cuerpo como herramienta y al campo representacional como una posibilidad de escucha política, pero me parece que entender al cuerpo como una herramienta desdoblada es alienante. Pensar al porno como una forma exclusivamente política, olvidando su condición de dispositivo de placer, lleva a la obturación de todo posible erotismo. El posporno fracasa como dispositivo erótico pero no le importa fracasar. A mí, como espectador, me desinteresa completamente”.

Pero hay una crítica a cierta reificación que abunda en el porno mainstream. El énfasis en la genitalidad y los estereotipos de género, por ejemplo.

No lo veo así. En el territorio del porno hay una franja de gente, de prácticas, de deseos, de efectos y de afectos que no están representados, un espacio vacante que el posporno se ocupó de tomar. Pero disiento de la jerga: el discurso heteronormatividad, sociedad patriarcal, capitalismo, etc. El porno tiene una mirada flagrantemente masculina porque el 99% de las personas que está detrás de cámara son hombres. Equiparar esa mirada masculina a una mirada misógina o machista y, mucho peor, enlazarla con desgracias como la violencia de género o la trata es tener la lente muy distorsionada.

¿No rescatás nada entonces del posporno?

He conocido realizadores que se apartan del dogmatismo y aprovechan al género como un campo de libertades. Estuve en pareja durante dos años con una realizadora española de posporno y una de las cosas que me cautivó fue ver su material y notar que iba por otro lado: que nadie me señalaba con el dedo ni me quería hacer creer que meter una cabeza de cerdo por una vagina sangrante me iba a hacer políticamente más libre. A contrario sensu de ese tipo de dislates aparece lo mejor del posporno.

En la tierra del Boca-River, el cine triple equis también tuvo su rivalidad: cuando Maytland (Las tortugas mutantes pinja, Los pinjapiedras, Secuestro Exxxpress, entre tantas otras) lo llamaba Lars von Trier, Jones le respondía con un Gerardo Sofovich. El platense ahora se ríe de sus épocas de mozalbete ácido: jura que era una disputa dialéctica con momentos picantes, pero que nunca jamás incluyó un agravio personal.

Por eso cuando nos conocimos en persona nos quedamos tomando tragos hasta las cuatro de la mañana en un bar, muriéndonos de la risa y contándonos anécdotas. Hoy en día lo considero un amigo y tengo una gran relación con él. No hay puntos de coincidencia en nuestras obras, pero nos une la perseverancia y el amor por el género. Y también la pasión por el cine.

“Subsidiar al porno es una forma de disciplinarlo”.

Para Jones, Maytland es el fundador del porno como práctica legal y autorizada en el país, “el primer tipo que, dando un paso atrás del otro, puso pies en el territorio”. Y hoy, más que nunca, es una época para unir esfuerzos:

A ambos se les escucha decir: “No sé si llego a cerrar esta película”.

Hubo pocos momentos de holgura económica. De distintas formas, los dos estamos comprometidos con el oficio. Si no ya nos hubiéramos marchado a hacer otra cosa.

Maytland decía algo gracioso: el porno no recibe subsidios. Todos los directores de cine reciben subsidios menos ustedes.

Eso lo hace más dificultoso, pero yo lo celebro. Y espero que el día de mañana ningún progresismo falopa quiera hacerlo. Subsidiar al porno es una forma de disciplinarlo. Es un género que por definición debe tensionar con las morales dominantes. Subsidiándolo lo deserotizás. No es como subsidiar una película de Lisandro Alonso, ¿viste? Es otra cosa.

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Federico Acosta Rainis
es Profesor de Antropología egresado de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Magíster en Periodismo por La Nación/UTDT. Ha publicado en La Nación, Revista Nan, American Herald Tribune y en el Instituto de Estudios Estratégicos Manquehue. Además de artículos de análisis y opinión, escribe crónicas de viajes, relatos, cuentos, y poesía.

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