Su juventud en el APRA, el exilio y su conocimiento de la historia y la mitología andina trazan una vida literaria y política comprometida con la experiencia concreta del campesinado peruano. Olvidado por clasificadores y latinoamericanistas en más de una ocasión, la poesía y novela de Manuel Scorza comienzan a revivir de a poco. Bienvenidos al creador de La guerra silenciosa.
Por María Ester Mazza
Ilustración: Diego Parpaglione
No es sencillo trazar la biografía de Manuel Scorza. Como sugiere Juan González Soto, “probablemente se trata de un gran fabulador, un hombre desmesurado y no sólo con la palabra escrita, sino también en sus conversaciones y en sus actos. Abonó el campo para que alabasen su perfil mestizo, dejó rodar la fábula de una madre india, calló o disimuló su aprismo juvenil”. En algunas entrevistas se descubren fabulaciones como:“Nací, como mi madre, en los Andes centrales” o “fundé el Movimiento Comunal del Perú” o “un día lo escribí (Redoble por Rancas) de la primera a la última línea”.
Manuel Scorza Torres, desmesurado tanto en la vida como en la palabra escrita, donde se agiganta la voz poética que no abandonará en su obra narrativa, nació el 9 de septiembre de 1928 en Lima “en la Maternidad, ese hospital de gente pobre en donde […] las madres parturientas se hacen hacinar hasta el horror”. Sus padres, emigrantes serranos, se habían conocido en el psiquiátrico donde trabajaban: “un lugar atroz, el manicomio Larco Herrera». Allí pasó Manuel sus primeros años de vida.
Comenzó su militancia en los años cuarenta en el APRA, movimiento que al antiimperialismo incorporaba la reivindicación indigenista, un tema que la izquierda tradicional hasta el momento había omitido o relegado a un segundo plano. Sobre su militancia expresó: “Mi experiencia política, que la he mantenido siempre y que la mantendré hasta el final como preocupación esencial de vida, tiene su origen en las situaciones de abuso, de miseria que he visto, primero en mi propia familia y luego en los pueblos en los que me ha tocado vivir. Situaciones de extrema pobreza, de miseria extrema, de impotencia, de injusticia; todo esto me empujó a la decisión de hacer algo y de actuar políticamente”.
Con el golpe de Estado de Odría en 1948y el inicio de la dictadura, Scorza fue detenido y obligado a abandonar Perú. Recorrió varios países de Latinoamérica, entre ellos Argentina, hasta instalarse en México. Aseguró al respecto: “el exilio es una herida extremadamente grave y dolorosa; el exilio es casi una condena a muerte”. La amargura y el duro aprendizaje de estos años los transmuta en magnífica poesía en Las imprecaciones, su primer poemario. Un libro, según dice Tomás Escajadillo, muy violento, muy dolido, muy amargo:
Años que se comieron las araña
No tuve paz,
ni dónde reclinar la cabeza.
Era mi corazón un animal
que salía de los hornos tiritando,
los trenes me llevaban, cruzaba
las tinieblas con los ojos hirviendo.
[…]
Años como ratas echadas a morir.
El viento
salía ardiendo de mi vida.
Años que se comieron las arañas
Un impresor misterioso
pone la palabra Tristeza
en la primera plana de todos los periódicos.
Ay, un día caminando comprendemos
que estamos en una cárcel de muros que se alejan…
Y es imposible regresar.
El desterrado
En 1952 escribió el poema “Canto a los mineros de Bolivia”, intensos versos de compromiso social:
hay que envejecer en plena infancia,
hay que llorar de rodillas delante de un cadáver
para comprender qué noche
poblaba el corazón de los mineros.
Yo fui a Bolivia en el otoño del tiempo.
Pregunté por la Felicidad.
No respondió nadie.
Pregunté por la Alegría.
No respondió nadie.
Pregunté por el Amor.
Un ave
cayó sobre mi pecho con las alas incendiadas.
Ardía todo en el silencio.
En las punas hasta el silencio es de nieve.
Comprendí que el estaño
era
una
larga
lágrima
petrificada
sobre el rostro espantado de Bolivia.
¡Nada valía el hombre!
¡A nadie le importaba si bajo su camisa
existía un cuerpo, un túnel o la muerte!
En 1961 volvió a Lima. La agencia donde trabajaba como periodista lo envió a cubrir los levantamientos campesinos en los Andes Centrales; este hecho marcaría para siempre su vida y su literatura. Fue a la sierra por unos días y se quedó meses.Es allí cuando, en palabras de Hugo Neira, “va a nacer […] otro Scorza. Quizá el definitivo, el Scorza investigador, vuelto hacia los hechos sociales y su expresión narrativa”.
Para Anna Marie Aldaz, el poema épico Cantar de Túpac Amaru representa, en cierta medida, la transición del poeta al novelista. Ciertamente parece anunciar algunas claves de La guerra silenciosa. Dos serían los rasgos que preludian el ciclo novelesco: el punto de vista de la voz narrativa y el empeño con que se hace hincapié en el omnímodo poder de los opresores.
Derrotados los movimientos campesinos, en 1968 Scorza deja el país rumbo al exilio definitivo en París: “Asistí a las más terribles escenas: prisiones, fusilamientos, masacres, asaltos. La prensa no informaba nada y a los que queríamos denunciar la situación, nos reprimían. Yo fui enjuiciado junto a otros participantes, acusado de atacar la seguridad del Estado, con mayúscula. Yo era pasible de cinco años de cárcel, así que decidí salir del país”.
El 28 de noviembre de 1983, Manuel Scorza fallece en un accidente de aviación camino a Madrid. Sus restos fueron recibidos en Lima el 5 de diciembre por familiares, representantes del gobierno, militantes del FOCEP y también por grupos de campesinos de los Andes Centrales.
¿Scorza novelista? ¿Scorza personaje de su propia obra? ¿Scorza testigo e investigador, vuelto hacia los hechos sociales?
Manuel Scorza presencia los levantamientos campesinos de los Andes Centrales, donde La Cerro de Pasco Corporation se está apoderando de las tierras de los comuneros con la anuencia del Gobierno y, desde el recuerdo próximo, escribe las cinco novelas que constituyen el ciclo narrativo de La guerra silenciosa.
Si bien es una recreación ficcional de la rebelión campesina, Scorza se presenta al lector como el cronista de una realidad silenciada por la historia oficial: “Este libro es la crónica exasperantemente real de una lucha solitaria: la que en los Andes Centrales libraron, entre 1950 y 1962, los hombres y mujeres de algunas aldeas sólo visibles en las cartas militares de los destacamentos que las arrasaron. Los protagonistas, los crímenes, la traición y la grandeza, casi tienen aquí sus nombres verdaderos”.
En una entrevista difundida en Mester, expresa:
Un día fui a despedir a un amigo a la Estación de los Desamparados […] observé que había un tren en el cual cargaban soldados, ametralladoras, fusiles […] vi que también cargaban camillas. Pregunté: «¿Qué es esto?». «Son tropas que van a controlar invasiones de tierra en el centro». «Si van a controlar, ¿por qué llevan camillas? Estos van a matar de frente», pensé […] Pocos días después me encontré con un amigo, Véliz Lizárraga, que era uno de los fundadores de un Movimiento Comunal […] Sabiendo que yo tenía orígenes indios, que yo era un intelectual que había recibido el premio nacional de cultura y que tenía cierto prestigio, que podía tener alguna influencia en los periódicos, me solicitó que redactara los comunicados del Movimiento Comunal. Y redactando los comunicados me di cuenta de la extrema gravedad de los sucesos que estaban ocurriendo en Cerro de Pasco y me inscribí en el Movimiento Comunal del Perú, que después se transformó en un grupo político.
En los Andes Centrales observa y se compromete en la lucha, en Lima redacta y publica los manifiestos en los que denuncia los abusos de la compañía minera. Podemos leer sus escritos como secretario del Movimiento Comunal en páginas de La tumba del relámpago, el quinto cantar del ciclo narrativo. También en el diario limeño El Expreso, en diciembre de 1961, reproduce los siguientes comunicados:
La verdad es que los comuneros no son los invasores sino al revés: son los invadidos, son las víctimas de la voracidad de los grandes propietarios de tierra.Representamos a cientos de comunidades, somos la voz de miles de campesinos […] Nosotros no hemos creado los latifundios, jamás hemos hecho uso de la violencia […] Ni como intelectuales, ni como ciudadanos, ni como hombres podemos sentir estimación hacia nosotros mismos si guardamos silencio frente a este drama.
Ha llegado la hora de decir que si nuestras justas reclamaciones no fueran atendidas, se llevaría al país a la violencia y al caos.Ha llegado el momento de preguntarse si los millones de indígenas, que constituyen nuestras comunidades, tienen algún derecho o si para ellos existe solamente el hambre, la miseria y la violencia.
Es durante este período de actividad política que se gesta La guerra silenciosa. Scorza, en conversación con Antonio Núñez de Molina, dice:
En 1962 finaliza el movimiento de Pasco con la victoria de los campesinos, que se quedaron en las tierras, hecho que supondría el fin del feudalismo agrario en el centro del Perú. Durante los años 1963 y 1964 regreso a los pueblos y recorro la zona, recogiendo y grabando testimonios, operación extraordinariamente delicada, porque Cerro de Pasco continuaba en estado de sitio y se habían aumentado las guarniciones militares.
Anna-Marie Aldaz afirma que cuando uno de los principales organizadores—el abogado Genaro Ledesma [Izquieta]—, fue arrestado y llevado a la prisión de la jungla “El Sepa”, y otro dirigente—Fermín Espinoza [Borja]—fue asesinado, Scorza decidió hacer algunos reportajes. De las palabras de la estudiosa húngara se deduce que la gestación de las cinco novela simplicó un intenso proceso de investigación y documentación.
En un admirable esfuerzo de comunicación consolidado por una escritura magistral, el escritor peruano logra que convivan en sutil equilibrio elementos temáticos y elementos estéticos. En los cinco cantares se fusionan lo real y lo mágico en un lenguaje poético que se nutre de la mitología quechua presente en la cultura campesina. Al respecto, González Soto señala: “Aquí radica una de las mayores sorpresas del ciclo. El narrador incluye dentro del ámbito mágico todo lo fantástico. Magia y fantasía aparecen en la narración a cada paso. La magia, sin embargo, está enraizada en una colectividad de hombres y mujeres del campesinado quechua y forma parte de sus creencias. Quienes poseen tal mentalidad de índole mágica tienen conciencia de que tras lo aparente, tras lo visible, tras el hecho estrictamente mágico, existe lo trascendente. Desde el punto de vista occidental la magia es incompatible con el pensamiento racional y logra su plasmación más vehemente en el mito. La fantasía, por otro lado, nace de la imaginación del narrador, en una operación individual de creación en la que interviene la cultura del narrador. La fantasía, en oposición a la magia, sí es compatible con el mundo real, puesto que el narrador si bien remueve lo real, desquiciándolo, únicamente lo hace desde su imaginación y dentro de ella”.
Manuel Scorza recurre en tres momentos a entidades míticas del campesinado quechua. En el capítulo 35 de Garabombo, el invisible, habla de la creencia india sobre el desprendimiento del alma cuando el cuerpo fallece y de cómo la muerte se anuncia a través del sonido que emite una pequeña mosca azul, la chiririnka. La utilización que hace de este mito referiría, según Laura Lee de Pérez, tanto la pérdida del tiempo primordial del cosmos, como la pérdida de la inmortalidad humana. En El jinete insomne, Scorza transcribe la elegía “ApuInka Atawallpaman”, el canto de dolor que expresan las llamadas Madres de los Muertos. El poema es quizá, según el análisis de Ángel Rama, el texto poético quechua de más alto vuelo lírico y en la traducción de José María Arguedas es de una austera belleza. La tumba del relámpago, finalmente, se inicia con el mito de Incarrí, un mito posthispánico que utiliza algunos elementos de la mitología quechua. De acuerdo con Ángel Rama, manifiesta una actividad creadora de la cultura sojuzgada en la que va implícita una reivindicación social: el dios Incarrí considerado muerto posee los atributos del Inca decapitado pero es también un dios sufriente que ha de volver, un dios creador capaz de resurgir y fundar un nuevo estado de cosas.
Estos tres elementos del ámbito mítico quechua conviven con otros esencialmente fantásticos que proceden de la brillante imaginación del autor peruano y de su cultura: Fermín Espinoza es invisible, Héctor Chacón puede ver en la oscuridad, el Abigeo es avisado a través del sueño de acontecimientos futuros o pasados de los cuales nadie fue testigo, Raymundo Herrera sufre un insomnio inacabable, el Niño Remigio transforma su apariencia externa. Pero, además, los vientos van y vienen hacia todos los horizontes, llueve de la tierra al cielo, el tiempo se detiene, los calendarios enloquecen, los relojes se pudren, algunos conflictos se anticipan en los colores y formas de los ponchos que teje una ciega. En la estrategia narrativa de Scorza se identifican como intertextos dominantes la novela indigenista desarrollada por autores como Arguedas, Alegría e Icaza entre otros, y la literatura latinoamericana de los años sesenta. Dentro de ese planteo se destaca la utilización de recursos vinculados con el realismo maravilloso de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez.
En cuanto a la temática de la alteridad, en Redoble por Rancas, primer cantar del ciclo, Scorza nos muestra el cosmos de una comunidad indígena de la sierra. Las relaciones humanas están dominadas por la colectividad. El indio vive en simbiosis con la naturaleza. No hay distancia otro/mismo. Prevalece el tiempo cíclico del mito. La vida de los campesinos está determinada por lo sagrado. El cerco que la sociedad minera norteamericana despliega para rodear las tierras comunales es simbolizado por un gusano que se arrastra a través del territorio andino, modificando el curso de la naturaleza.
Toda la semana se advirtieron signos. Don Teodoro Santiago descubrió que el agua de Yanamate se cribaba de agujeros. En Junín una vaca parió un chancho de nueve patas. En Villa de Pasco, al abrir un carnero saltó un ratón. Signos hubo pero nadie quiso verlos […] Alguien les comunicaría que se clausuraba el mundo. Huyan antes que sea tarde. Alguien les notificaría. Y los árboles también se asustaron.
El cerco está personificado, humanizado, como todo el orden cósmico indígena; lo parió la noche, las regiones donde durmió, los cerros que devoró, los kilómetros de edad que cumplió en su inexorable evolución. Se trata de la irrupción del Otro representada y la consecuente modificación del orden cósmico. Scorza muestra así la vinculación privilegiada que, a diferencia del hombre blanco, el campesinado quechua ha sabido mantener con el mundo. En el trabajo de memoria india que el autor realiza hay un esfuerzo de interpretación del imaginario, el espíritu y el esquema de pensamiento indígena sostenidos todos ellos en la oralidad, como resguardo de identidad y continuidad frente a la inevitable transformación que el paso de la sociedad tradicional a la sociedad moderna implica.
En el segundo cantar, Garabombo el invisible, Scorza denuncia el no reconocimiento del indio por el blanco. Garabombo, Fermín Espinoza, es invisible porque el blanco no lo ve. Inútiles son sus esfuerzos frente a los funcionarios para comunicar los derechos de los comuneros sobre sus tierras.
—¿Qué es eso que me cuenta que usted es invisible?
—¡Es cierto! Cruzando el puente Chiruac me volví transparente.
El Ladrón de Caballos acabó de abrir una lata de sardinas.
—Bajando a Yanahuanca a presentar una queja me enfermé.
—¿Y?
—No me vieron.
—¡Pero yo lo veo!
—Es que usted es de nuestra sangre, pero los blancos no me ven. Siete días me pasé sentado en la puerta del despacho. Las autoridades iban y venían pero no me miraban.
En el último cantar, La tumba del relámpago, Scorza expone la visión de los diversos componentes de la sociedad peruana planteando el conflicto de la relación otro/mismo en un mundo intercultural que se debate entre tradición y modernidad. Lo habitan personajes exteriores al campesinado quechua como Genaro Ledesma, abogado defensor de las comunidades que terminará organizando la insurrección; el Seminarista, que escucha la voz de Cristo y decide luchar junto a los campesinos; el mismo Scorza que se compromete con la lucha. Todos ellos representan la conciencia histórica frente a la conciencia mítica de la comunidad y el trabajo de politización que llevan a cabo en el campesinado consolida la transición entre ambas. Lo sintetiza literariamente el personaje de Remigio Villena que quemará los ponchos donde la anciana ciega ha tejido el futuro de las comunidades en la Torre del Futuro.
—¡Por eso mismo los quemé! Porque no quiero el porvenir del pasado sino el porvenir del porvenir. El que yo escoja con mi dolor y mi error.
Si,como ha enunciado González Soto, consideramos otro elemento esencial vinculado con la estructura general del ciclo narrativo, observamos que los personajes desarrollan una historia colectiva y tienen una dimensión simbólica. Las cinco entregas del ciclo son denominadas por Scorza como sucesivos hitos de un único objetivo; así lo ha manifestado en una entrevista a Tomás Escajadillo:
“Redoble por Rancas es la revuelta individual; Garabombo, el invisible, la revuelta colectiva; El jinete Insomne, la reconstrucción del coraje, un retroceso táctico en la lucha[…] Cantar de Agapito Robles plantea nuevamente la empresa colectiva y refleja un triunfo provisorio. La tumba del relámpago es el libro de la lucidez, la adquisición de una conciencia colectiva”.
El ciclo novelesco posee un profundo sentido épico: toda una colectividad se esfuerza por obtener los derechos que le son negados, no sólo al intentar recuperar las tierras que les han quitado, sino también revitalizando la cultura ancestral que les pertenece. En la lectura individual de cada cantar se percibe la repetición de sucesivas derrotas a continuación de los respectivos períodos de resistencia y la lectura de todo el ciclo permite inferir un constante progreso, desde su inicio en un pequeño y solitario levantamiento en una pequeña aldea (Redoble por Rancas), hasta la bien planeada y organizada ocupación simultánea de varias haciendas (Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago).
En el transcurso de La guerra silenciosa va operando en los personajes una gradual mestización cultural. Para alcanzar este objetivo es imprescindible reivindicarla historia del campesinado quechua, hasta ahora no escrita, como elemento de identidad en el proceso de transformación y continuidad de la cultura indígena en su integración política y económica a la sociedad peruana moderna.
Ledesma no pudo evitar recordar el amargo fin de las luchas campesinas. Para preparar su tesis consagrada a esas rebeldías –sobre las cuales los historiadores no decían prácticamente nada–había consultado las Actas del Patronato de la Raza Indígena. Según ellas, entre 1922 y 1930 estallaron en el Perú 697 rebeliones, ¡697 alzamientos en ocho años, es decir un promedio de setenta anuales! ¡Un alzamiento cada cinco días! ¡Miles de muertos! ¡Cientos de miles de muertos! Alzamientos sucedidos en silencio, combatidos en silencio, aplastados en silencio.
Se impone aquí la acción ética comprendida como una promesa, la de perdurar a través de un quehacer y un enfrentamiento permanentes. El tiempo cíclico del mito se rompe y da lugar al avance en el tiempo lineal de la historia. Sin embargo, Scorza no destruye la conciencia mítica sino que propone un nuevo planteo: en cada uno de los cantares opera el sincretismo mito/historia en la lucha de las comunidades, que evoluciona en un doble terreno mágico y político.
Manuel Scorza, como expresa González Soto, no sólo ha logrado una profunda reflexión sobre el Perú del siglo pasado a partir de una serie de rebeliones concretas, sino que también ha sido capaz de hacer llegar las justas reclamaciones del campesinado quechua al ámbito internacional. En una entrevista con Bensoussan, el autor peruano afirmó: “Yo creo que la lucha es un fin. Cualquiera que sea el resultado del combate, los indios de los Andes Centrales han vencido”.